LA SEXUALIDAD VISTA DESDE EL EVANGELIO, LA IGLESIA CATOLICA , LOS VALORES Y LA FAMILIA.
En esta tercera parte sobre la sexualidad nos enfocaremos en la parte de como la familia y los valores inculcados en ella a traves del EVANGELIO Y LA IGLESIA CATOLICA nos fortalecen nuestra auto estima y personalidad porque nos hace valorar y valorar a los demas en su real dimension como personas y seres humanos , no como lo que no somos : objetos .
LA FAMILIA : IGLESIA DOMESTICA FORMADORA DE LOS VERDADEROS VALORES
introduccion
La familia es el nucleo principal de toda sociedad , hoy la sociedad busca eliminar todo lo que no tenga que ver con los valores relativos y no se esta dando cuenta que se esta matando asi misma tratando de eliminar su principal base y columna : la familia
ahora la sociedad quiere copiar lo que hacen otras sociedades con la excusa de que se quieren "Modernizar" faltandose asi mismos en la construccion de una verdadera sociedad y atentando contra la familia que se construye a partir del amor verdadero entre un hombre y una mujer que se comprometen con DIOS y con el otro y consigo mismos a formar un hogar y una familia con valores donde todos habiten en un clima de amor y respeto mutuos.
AMOR LIBRE : UN PELIGRO PARA LA FAMILIA
introduccion
La concepcion que tiene la mayoria de la gente y la sociedad de amor libre es un amor sin ataduras , sin convencionalismos , es solo "el irse a vivir juntos " sin compromiso hacia nosotros mismos y hacia la otra persona que dicen amar y si sale mal nos podemos dejar sin consecuencias.
este " amor libre " no lo es , es un engaño de una sociedad relativista y permisiva que se cree moderna pero esta creando seres decadentes sin valores que lleva y esta llevando a una sociedad al abismo en nombre de este mal llamado modernismo.
cuando una persona decide irse a vivir con otra debe estar consciente de que ama y acepta realmente a esa persona tal y como es y del compromiso de amor que adquiere con esa persona y no irse a vivir asi como asi porque lo dicta la sociedad o por ser modernos , si hay consecuencias cuando deciden dejarse porque no se comprendian , para amar de verdad hay que conocer de verdad a esa persona con sus defectos y virtudes , con sus manias , malgenio, con su enfermedad -si la tiene- y mostrarse cada uno como es realmente para que ambos tengan la opcion de decir si o no , pero al seguir las reglas de una sociedad permisiva y relativista sin valores te hace faltarte el respeto y al ser que dices amar , por eso el " amor libre " no lo es porque tiene consecuencias por falta de amor , auto estima y respeto por el otro y por si mismos. SI AMAS DE VERDAD POR QUE NO CASARTE Y TENER UN COMPROMISO REAL CONTIGO Y CON ESA PERSONA TODA LA VIDA ?
el siguiente articulo del portal catolico catholic. net muestra los peligros del amor libre.
Cohabitación: una
buena receta para la ruina matrimonial
Se ha desmostrado
que pone en riesgo a la pareja y a los hijos
Cohabitación: una
buena receta para la ruina matrimonial
En muchos países
vivir juntos fuera del matrimonio se está convirtiendo en una opción cada vez
más popular. Pero puede implicar altos costes sociales y emocionales, dice un
nuevo estudio, «Cohabitation and Marriage: How Are They Related?» (Cohabitación
y Matrimonio: ¿Cómo se relacionan?). Este estudio ha sido publicado por el
Instituto Vanier de la Familia de Ottawa el 17 de septiembre.
La autora,
Anee-Marie Ambert, reúne los resultados de cientos de documentos de investigación
que han examinado los efectos sociales, emocionales y financieros de la
cohabitación y el matrimonio sobre hombres, mujeres, niños y sociedad.
La cohabitación,
observa el estudio, suele considerarse que exige menos responsabilidades a
nivel legal y financiero, y menos fidelidad que el matrimonio. En los últimos
años, sin embargo, las parejas de hecho han buscado y obtenido derechos
similares a los de las parejas casadas, en áreas como propiedad, asistencia
sanitaria, planes de pensiones, y ayuda a los hijos.
Ambert observa
que, en Canadá, el índice de matrimonios descendió bruscamente en los noventa,
especialmente en la provincia de Québec. Estados Unidos también ha
experimentado un descenso, aunque no tan acusado como Canadá.
En ambos países,
el número de parejas en cohabitación ha aumentado notablemente. En el 2000,
cohabitaban más de 4,1 millones de parejas heterosexuales en Estados Unidos y
1,3 millones en Canadá. En el 2001, cohabitaban el 16% de las parejas
canadienses y el 8,2% de las parejas norteamericanas. En Québec el nivel ha
alcanzado el 30%, la misma proporción que en Suecia. Excluyendo Québec, el
11,7% de las parejas canadienses cohabitan.
Índices de
divorcio
El estudio cita
datos que muestran que la cohabitación, de hecho, lleva a índices de divorcio
más altos. Ambert cita la Encuesta Social General Canadiense, que encontró, en
el grupo de edad de entre 20 y 30 años, que el 63% de las mujeres cuya primera
relación había sido de cohabitación se había separado en 1995, en comparación
con el 33% de las mujeres que se casaron en su primera relación.
Intentando
encontrar las causas que subyacen a este fenómeno, Ambert observa que algunos
individuos escogen la cohabitación porque no requiere fidelidad sexual. Las
evidencias indican que la experiencia de una cohabitación de menos compromiso
conforma el comportamiento marital posterior, observa.
«Algunas parejas
siguen viviendo su matrimonio a través de la perspectiva de inseguridad, falta
de unión de recursos, bajo nivel de compromiso, e incluso la falta de fidelidad
propia del periodo de cohabitación previo», comenta el estudio. Además, algunos
estudios indican que las parejas casadas que vivieron antes juntas son menos
fieles en sus vidas sexuales. Y es de todos conocido que la falta de fidelidad
lleva a índices más altos de rupturas matrimoniales.
Otros estudios
muestran que las parejas que han cohabitado tienen un comportamiento menos
positivo a la hora de resolver problemas y, por lo general, se apoyan menos el
uno al otro que quienes no han cohabitado. Además, los investigadores han
encontrado que las parejas que habían cohabitado antes del matrimonio tienen
índices más altos de violencia premarital que quienes no habían vivido juntos.
Esta violencia premarital que conduce a niveles más altos de violencia
doméstica, otro factor relacionado con el divorcio.
Ambert también
observa que quienes cohabitan, por lo general, aprueban más el divorcio como
una solución a los problemas matrimoniales. Además, las parejas que cohabitan
son menos religiosas que quienes se casan sin una cohabitación previa. En este
punto hay varios estudios que indican una correlación entre religiosidad y
felicidad matrimonial así como estabilidad.
También opina que
la propensión a cohabitar pronto tras comenzar una relación romántica conduce a
un patrón de inestabilidad. La gente que va a través de una serie de relaciones
de hecho es más propensa a matrimonios rápidos, a los que resulta más difícil
ser fiel.
Inestabilidad
Otro factor de
riesgo de la cohabitación es su naturaleza inestable. Más de la mitad de todas
estas uniones se disuelven en los primeros cinco años, según un estudio citado
por Ambert. En Québec, el nivel de disolución de las relaciones de hecho es más
bajo que en otras provincias, pero aún así tienen un índice de rupturas
significativamente más alto que los matrimonios, observaba.
Y la tendencia
parece ir hacia una mayor inestabilidad. En los años 70, cerca del 60% de las
parejas que vivían juntas se casaban con su pareja antes de tres años. A
principios de los 90 esta cifra cayó hasta un 35%.
En años más
recientes, una gran proporción de jóvenes comenzaron a vivir juntos justo
después de comenzar a salir, con poca intención de permanecer juntos de modo
permanente, e incluso menos de acabar casándose. La ruptura se vuelve entonces
mucho más difícil que si las parejas hubieran seguido saliendo el uno con el
otro.
Pero no son sólo
las parejas implicadas las que hacen frente a problemas. En el 2001, el 8,2% de
los niños canadienses de menos de 14 años vivían en hogares de parejas de
hecho, excluyendo a Québec donde la cifra alcanzaba el 29%. En Estados Unidos
se estima que un 40% de todos los niños vivirán con su madre soltera (nunca
casada o divorciada) y su novio en algún momento antes de cumplir los 16 años.
Ambert comentaba
que a pesar de la creciente aceptación social de la cohabitación, hay poca
información directa sobre sus efectos en los niños. Algunas de estas
desventajas emergen, sin embargo, de la investigación que compara a los que
cohabitan con quienes salen o se casan.
Una puerta
giratoria
Para los hijos,
la cohabitación significa un mayor riesgo de vivir en una estructura familiar
inestable, especialmente cuando su madre cohabita con un hombre que no es su
padre. Algunas familias incluso hacen frente a una situación de «puerta
giratoria», con una serie de parejas a lo largo de los años. Ambert observa que
un estudio descubrió que los niños que viven con su madre que cohabita con su
novio tienen resultados escolares inferiores y más problemas de comportamiento.
En cuanto a la
situación económica familiar, Ambert observa que cuando una madre soltera
comienza a cohabitar, la pobreza puede reducirse en un 30%. Aunque esto
beneficia económicamente a los hijos a corto plazo, la otra cara es que esta
pareja en una relación de hecho normalmente gana menos que un hombre casado.
Además, cualquier ventaja económica de la cohabitación suele ser a corto plazo
dada la fragilidad de estas uniones.
Otros problemas
que se derivan de la inestabilidad de la cohabitación afectan a la capacidad de
la madre para dar una atención adecuada a sus hijos, y contribuye a un descuido
general. La pareja de la madre no suele compensar estas deficiencias porque
suele estar poco apegado a los niños.
Los abusos
físicos son también más frecuentes y los niños en las relaciones de
cohabitación corren más riesgos de ser maltratados o asesinados por el novio de
su madre que en las familias biológicas. Las chicas, por su parte, corren más
riesgo de abusos sexuales.
«Compromiso y
estabilidad están en la base de las necesidades de los hijos; no obstante, en
una gran proporción de las cohabitaciones, estos dos requisitos están
ausentes», observa Ambert.
Mucha gente,
observa Ambert hacia el final de su estudio, sostiene que el matrimonio
simplemente es una cuestión de elección de forma de vida y que es equivalente a
la cohabitación. «En estos momentos la literatura de investigación no apoya
este punto de vista», escribe. Por el contrario, los estudios demuestran que el
matrimonio tiene muchos beneficios tanto para los esposos como para los hijos.
Una conclusión que los legisladores deberían tomar en consideración.
EL MATRIMONIO BASE DE LA FAMILIA Y LA SOCIEDAD
SEGUN LA IGLESIA CATOLICA
. Los padres cristianos, empeñados en la tarea de educar a los hijos en el amor, partirán de la experiencia de su amor conyugal. Como recuerda la Encíclica Humanae vitae, « la verdadera naturaleza y nobleza del amor conyugal se revelan cuando este es considerado en su fuente suprema, Dios, que es Amor (cf. 1 Jn 4, 8), « el Padre de quien procede toda paternidad en el cielo y en la tierra » (Ef 3, 15). El matrimonio no es, por tanto, efecto de la casualidad o producto de la evolución de fuerzas naturales inconscientes; es una sabia institución del Creador para realizar en la humanidad su designio de amor. Los esposos, mediante su recíproca donación personal, propia y exclusiva de ellos, tienden a la comunión de sus seres en orden a un mutuo perfeccionamiento personal, para colaborar con Dios en la generación y en la educación de nuevas vidas. En los bautizados el matrimonio reviste, además, la dignidad de signo sacramental de la gracia, en cuanto representa la unión de Cristo y de la Iglesia ».21
La Carta a las familias del Santo Padre recuerda que « la familia es una comunidad de personas, para las cuales el propio modo de existir y vivir juntos es la comunión: communio personarum »;22 y, aludiendo a la enseñanza del Concilio Vaticano II, el Santo Padre recuerda que tal comunión implica « una cierta semejanza entre la unión de las personas divinas y la unión de los hijos de Dios en la verdad y en la caridad ».23 « Esta formulación, particularmente rica de contenido, confirma ante todo aquello que determina la identidad íntima de cada hombre y de cada mujer. Esta identidad consiste en la capacidad de vivir en la verdad y en el amor; más aún, consiste en la necesidad de verdad y de amor como dimensión constitutiva de la vida de la persona. Tal necesidad de verdad y de amor abre al hombre tanto a Dios como a las criaturas. Lo abre a las demás personas, a la vida "en comunión", particularmente al matrimonio y a la familia ».24
29. El amor conyugal, de acuerdo con lo que afirma la Encíclica Humanae vitae, tiene cuatro características: es amor humano (sensible y espiritual), es amor total, fiel y fecundo.25
Estas características se fundamentan en el hecho de que « el hombre y la mujer en el matrimonio se unen entre sí tan estrechamente que vienen a ser —según el libro del Génesis— « una sola carne » (Gn 2, 24). Los dos sujetos humanos, aunque somáticamente diferentes por constitución física como varón y mujer, participan de modo similar de aquella capacidad de vivir "en la verdad y el amor". Esta capacidad, característica del ser humano en cuanto persona, tiene a la vez una dimensión espiritual y corpórea... La familia que nace de esta unión basa su solidez interior en la alianza entre los esposos, que Cristo elevó a sacramento. La familia recibe su propia naturaleza comunitaria —más aun, sus características de "comunión"— de aquella comunión fundamental de los esposos que se prolonga en los hijos. "¡Estáis dispuestos a recibir de Dios responsable y amorosamente los hijos y a educarlos? ", les pregunta el celebrante durante el rito del matrimonio. La respuesta de los novios corresponde a la íntima verdad del amor que los une ».26 Y con la misma fórmula de la celebración del matrimonio los esposos se comprometen a « ser fieles por siempre »27 precisamente porque la fidelidad de los esposos brota de esta comunión de personas que se radica en el proyecto del Creador, en el Amor Trinitario y en el Sacramento que expresa la unión fiel de Cristo con la Iglesia.
30. El matrimonio es un sacramento
mediante el cual la sexualidad se integra en un camino de santidad,
con un vínculo que refuerza aún más su indisoluble unidad: El don del sacramento es al mismo tiempo vocación y mandamiento para los esposos cristianos, para que permanezcan siempre fieles entre sí, por encima de toda prueba y dificultad, en generosa obediencia a la santa voluntad del Señor: "lo que Dios ha unido, no lo separe el hombre"
VALORES FUNDAMENTALES PARA UNA AUTO ESTIMA Y PERSONALIDAD VERDADERA PARA CONSTRUIR UNA VERDADERA SOCIEDAD DE Y CON VALORES
Sin embargo en una sociedad relativista y permisiva nuestros niños y jovenes estan expuestos a adoptar "esos valores de la sociedad " sin darse cuenta que eso mina su auto estima y personalidad por eso debemos enseñarles a valorarse y valorar a otros y a hacerse valorar y hacer valorar a otros pero para eso debemos enseñarles los valores esenciales como : respeto, castidad y auto estima que iran construyendo jovenes con valores que no se dejaran manipular por una sociedad relativista y permisiva en valores .
SEGUN LA IGLESIA CATOLICA
El pudor y la modestia
La práctica del pudor y de la modestia, al hablar, obrar y
vestir, es muy importante para crear un clima adecuado para la maduración de la
castidad, y por eso han de estar hondamente arraigados en el respeto del propio
cuerpo y de la dignidad de los demás. Como se ha indicado, los padres deben
velar para que ciertas modas y comportamientos inmorales no violen la
integridad del hogar, particularmente a través de un uso desordenado de los mass
media. El Santo Padre ha subrayado en este sentido, la necesidad de
llevar a cabo una colaboración más estrecha entre los padres, a quienes corresponde
en primer lugar la tarea de la educación, los responsables de los medios de
comunicación en sus diferentes niveles, y las autoridades públicas, a fin de
que la familia no quede abandonada a su suerte en un sector tan importante de
su misión educativa... En realidad hay que establecer propuestas, contenidos y
programas de sana diversión, de información y de educación complementarios a
aquellos de la familia y la escuela. Desgraciadamente, sobre todo en algunas
naciones, se difunden espectáculos y escritos en que prolifera todo tipo de
violencia y se realiza una especie de bombardeo con mensajes que minan los
principios morales y hacen imposible una atmósfera seria, que permita
transmitir valores dignos de la persona humana.
Particularmente, en relación al uso de la televisión, el Santo Padre
ha especificado: El modo de vivir —especialmente en las Naciones más
industrializadas— lleva con frecuencia a las familias a descargar sus
responsabilidades educativas, encontrando en la facilidad para la evasión (a
través especialmente de la televisión y de ciertas publicaciones) la manera de
tener ocupados a los niños y los jóvenes. Nadie niega que existe para ello una
cierta justificación, dado que muy frecuentemente faltan estructuras e
infraestructuras suficientes para potenciar y valorizar el tiempo libre de los
jóvenes y orientar sus energías . Otra circunstancia que propicia esta
realidad es que ambos padres estén ocupados en el trabajo, a menudo fuera del
hogar. Los efectos los sufren precisamente quienes tienen más necesidad de
ser ayudados en el desarrollo de su "libertad responsable". De ahí el
deber —especialmente para los creyentes, para las mujeres y los hombres amantes
de la libertad— de proteger sobre todo a los niños y a los jóvenes de las
"agresiones" que padecen por parte de los mass-media. Nadie falte a
este deber aduciendo motivos, demasiado cómodos, de no obligación! los
padres, en cuanto receptores de tales medios, deben tomar parte activa en su
uso moderado, crítico, vigilante y prudente.
La justa intimidad
En estrecha conexión con el pudor y la modestia, que son
espontánea defensa de la persona que se niega a ser vista y tratada como objeto
de placer en vez de ser respetada y amada por sí misma, se ha de considerar el
respeto de la intimidad: si un niño o un joven ve que se respeta su
justa intimidad, sabrá que se espera de él igual comportamiento con los demás.
De esta manera, aprenderá a cultivar su sentido de responsabilidad ante Dios,
desarrollando su vida interior y el gusto por la libertad personal, que le
hacen capaz de amar mejor a Dios y a los demás.
El autodominio
Todo esto implica, más en general, el autodominio,
condición necesaria para ser capaces del don de sí. Los niños y los jóvenes han
de ser estimulados a apreciar y practicar el autocontrol y el recato, a vivir
en forma ordenada, a realizar sacrificios personales en espíritu de amor a
Dios, de autorespeto y generosidad hacia los demás, sin sofocar los
sentimientos y tendencias sino encauzándolos en una vida virtuosa.
LA CASTIDAD
La castidad es una realidad que atañe a todos los hombres y mujeres,
porque es la virtud que regula el uso adecuado y responsable de la sexualidad y
de la afectividad.
Hace unas semanas publiqué en “Virtudes y valores” una reflexión muy
sencilla y breve sobre la pureza (ver el siguiente enlace). Dado que se me
ha pedido tratar más este tema, en el presente artículo pretendo desarrollar un
poco más esas ideas, siempre de modo esquemático, para poder comprender,
valorar y vivir esta virtud tan extraña, pero tan hermosa cuando se vive “en
cristiano”; es decir, según su verdadero sentido, sin caricaturas ni
deformaciones.
La castidad es uno de los votos que profesan los religiosos y los consagrados dentro de la Iglesia, además de los votos de pobreza y obediencia. Con estos votos, los religiosos y consagrados (sacerdotes, hermanos, monjas, laicos consagrados) expresan públicamente que quieren ser totalmente de Dios y que están dispuestos – por el Reino de los Cielos – a renunciar a las tres dimensiones fundamentales de la existencia humana como son el deseo de perpetuarse en una familia, actuar autónoma e independientemente, y poseer bienes propios. Sin embargo, estos votos sólo se entienden a la luz de Cristo y de la novedad de vida que Cristo nos vino a traer. Jesucristo es el religioso por excelencia: Él está totalmente dedicado – consagrado – a las cosas del Padre y su único deseo es que Dios sea conocido, amado y alabado por los hombres, sin otra posesión, sin otro deseo que no sea el Reino de Dios.
Ahora bien, la castidad no es sólo un voto, es decir, una promesa solemne. La castidad es una realidad que atañe a todos los hombres y mujeres, porque es la virtud que regula el uso adecuado y responsable de la sexualidad y de la afectividad. Y esto nos toca a todos. Un religioso vivirá esta virtud en un modo concreto y según unas exigencias diversas del soltero o de las personas unidas en matrimonio. Pero todos estamos llamados a ejercitarnos en la virtud de la castidad. Existe una castidad del religioso, una castidad del soltero y una castidad del casado. Los consejos que se ofrecen a continuación valen en mayor o menor medida para todos. Toca a cada cual hacer la adaptación para la propia vida.
Los consejos generales para vivir la castidad son cinco: orden, conciencia, aprecio, fomento y cuidado. Expresaré los consejos del modo más esquemático posible.
Primer consejo: el orden
Para vivir la castidad – tanto en el celibato como en el matrimonio – es necesario el orden en la propia vida. Ahora bien, hay diversos tipos de orden:
1. Orden “teológico”: primero Dios, después las creaturas. El mandamiento de amar a Dios sobre todas las cosas está dirigido a todos los hombres y no sólo a los religiosos. El amor a Dios ha de ser la principal preocupación de la vida. Esto significa no anteponer nada al amor de Dios: la Voluntad de Dios está antes que mi propia voluntad; el Plan de Dios sobre mi vida antes que mis planes personales; primero las cosas de Dios que mis cosas. Primero Dios y después los amigos; primero el domingo y después los demás días de la semana. Vivir constantemente en su presencia, buscando pequeños pero significativos actos de amor a Dios. En el fondo, la vida de todo hombre es una búsqueda de Dios.
2. Orden “vertical”: primero el cielo y después la tierra. Por lo tanto, hemos de aspirar al cielo con todo el corazón, con toda el alma y con todas las fuerzas. Por culpa del marxismo, del consumismo y de otras ideologías terrenas, nos hemos olvidado de pensar en el cielo como una realidad cierta que nos espera. Estamos demasiado preocupados por nuestro éxito temporal, demasiado copados por compromisos mundanos, demasiado comprometidos con quehaceres meramente circunstanciales, queremos a toda costa disfrutar de esta tierra… y nos olvidamos de que esta vida es sólo un preludio de la vida verdadera. La vida es un punto en medio de la eternidad. Esto no significa despreciar las cosas buenas que ofrece la vida, sino “ordenar” todo al cielo, que es nuestro único destino. Hemos sido creados para el cielo. La castidad sólo se entiende a la luz de la eternidad. Hay una expresión latina que reza: “quid hoc ad aeternitatem”, ¿qué es todo esto a la luz de la eternidad? ¿Qué son los placeres indignos y momentáneos a la luz de la eternidad? En conclusión: “Sólo Dios es Dios. Lo demás es ‘lo de menos’”.
3. Orden “temporal”: es necesario tener un orden en el uso de nuestro tiempo. Tener muchas cosas interesantes que hacer: oración, trabajo, comidas, merecido descanso, intereses personales… La ociosidad es la madre de todos los vicios, y nuestra sociedad actual es especialista en ofrecer toda clase de salidas frívolas y raquíticas a la ociosidad. En concreto: si es necesario entrar en Internet, que sea sólo para lo que hay que hacer y no andar “navegando” a ver “qué veo”, perdiendo miserablemente el tiempo y poniendo en riesgo la castidad. Por lo demás, esta vida es para construir algo que nos podamos llevar al más allá, al cielo. Empeñemos pues nuestra vida, no en vanidades y caprichos efímeros, cuanto menos en pecado y desenfreno, sino en grandes proyectos al servicio de los demás.
4. Orden “interior”: la persona humana es un “espíritu encarnado”, es una especie muy extraña en la creación. No es un ángel, pero tampoco una bestia. Es un ser “multidimensional”: tiene razón y voluntad, libertad, sentimientos, potencias y pasiones, etc. En esta diversidad humana hay una jerarquía, un orden en las dimensiones. En primer lugar, como dimensión rectora, está la razón iluminada e instruida por la fe. La razón debe regir a todas las demás pasiones y potencias. La virtud de la castidad es una disposición de la voluntad que nos lleva a actuar según los dictámenes de la razón en cuanto al uso ordenado de las potencias sexuales y afectivas. La castidad no significa en primer lugar represión, sino “promoción ordenada” y “moderación razonable” y es la razón, abierta a la Voluntad de Dios, la que indica cuándo se tiene que promover y cuándo se tiene que moderar.
5. Orden “afectivo”: si el primer mandamiento dice amar a Dios, éste se debe unir al “amar al prójimo como a sí mismo”. Ahora bien, también hay un orden en el “amor al prójimo”. Hay un orden en cuanto a las personas y un orden en cuanto a las manifestaciones del amor. En primer lugar debo amar a aquellos que están más próximos a mí: mi familia, mi mujer y mis hijos (si estoy casado), mis padres, mis amigos, etc. En segundo lugar, mi afecto se debe regir por este orden: las manifestaciones del amor entre esposos son específicas y difieren en cuanto al modo en las manifestaciones de amor entre hermanos y entre amigos. Este orden se debe establecer también en relación con el estado de vida que se ha escogido: si soy sacerdote, mi trato con las personas estará marcado por la consagración que he hecho de mi vida y de mi cuerpo al único amor de Cristo, lo mismo ocurre con una religiosa. Quien está casado tiene que comportarse con las personas de otro sexo, no como quien está buscando pareja, o como quien quiere “romper corazones”, sino como quien está comprometido a un amor exclusivo que ha de durar toda la vida. El joven debe comportarse con su novia de un modo diverso que el marido con su mujer, precisamente porque es novio y no esposo.
Segundo consejo: Conciencia
Tenemos que saber qué es bueno y qué es malo, “llamar al pan pan y al vino vino”, y estar convencidos de que seguir la conciencia rectamente formada es lo mejor para nosotros. La conciencia es un faro que ilumina la vida. Puede ser que no siempre tenga la fuerza para seguirla, pero el faro estará siempre allí avisándome de lo que debo hacer, y exigiéndome fidelidad. En el cultivo de la virtud de la castidad esto es esencial.
A causa de las modas imperantes y del desenfreno moral, que se eleva a ideal de vida, sentimos en nuestro corazón la dificultad de vivir la castidad. Esta dificultad real puede llevarnos a considerar que no vale la pena luchar, que es mejor vivir “feliz” según los criterios del mundo que seguir a un Dios desconocido que nos “impone” reprimir nuestros impulsos espontáneos. Es decir, la pasión nos puede llevar a justificar los actos desordenados. Es aquí donde la conciencia tiene que ser faro y decir lo que es bueno y lo que no es bueno. Mientras no se corrompa la conciencia, siempre es posible corregir y superarse.
Aquí tenemos que ser muy honestos: ¿conozco la ley moral? ¿Conozco qué es lo que Dios me pide en cuanto soltero? ¿Quiero seguir mi conciencia o prefiero amordazarla, engañándome a mí mismo con sofismas? Es preciso recordar aquí el adagio: “el que no vive como piensa, termina pensando como vive”; es decir, si traicionamos la voz de la conciencia – que no es otra que la voz de Dios que habla desde el interior – acabaremos por justificar lo injustificable, haciendo pasar hasta “un camello por el ojo de una aguja” (cf. Mt. 19,24).
Para formar la conciencia hay que acudir a los maestros que realmente nos puedan instruir en la verdad. Los medios de comunicación – grandes formadores (o deformadores) de la opinión pública – no son, la mayoría de los casos, buenos consejeros. Ellos son muchas veces los principales promotores de la cultura imperante. Acudamos más bien a personas instruidas y sensatas que puedan ayudarnos, corregirnos, decirnos las cosas claras, sin “dorar la píldora”. Acudamos sobre todo a la Palabra de Dios. Repitamos muchas veces el salmo 119: “Lámpara es tu palabra para mis pasos, luz en mi sendero”.
Tercer consejo: Aprecio
1. Aprecio por la virtud en general. Vivimos en una sociedad de mínimos: ¿Qué es lo mínimo que tengo que hacer para divertirme sin pecar? ¿Qué es lo mínimo que tengo que hacer para hacer lo que me pega la gana sin traicionar la conciencia? No. El cristianismo no puede vivir de mínimos. Muchas veces en la sociedad civil nos podemos regir por la moral de lo mínimo: ¿cuánto es lo mínimo que tengo que pagar con los impuestos? Nunca iré a hacer la declaración de hacienda, diciendo: “oiga, le doy más de lo que me pide porque veo que es necesario para tapar los agujeros de la carretera”. Más bien actúo así: si tengo que trabajar seis horas al día, trabajo seis horas y basta. Esto es lo mínimo que tengo que hacer.
Esto puede valer para la sociedad civil. Pero no vale para quien se declara discípulo de Jesucristo. Veamos su ejemplo: Cristo no hizo lo mínimo para salvarnos, hubiera sido un redentor bastante raquítico. No. Por el contrario, Él entregó toda su sangre por cada uno de nosotros. En el evangelio de san Juan está escrito: “Habiendo amado a los suyos los amó hasta el extremo” (Jn. 13,1), y ese extremo fue la pasión, la cruz, la muerte y la resurrección. El modelo del cristiano – y su vía de auténtica felicidad – es Cristo y no el “fresco” dandy que se la pasa disfrutando haciendo slalom con las normas, sacándoles la vuelta.
2. Aprecio por la virtud de la castidad. La castidad es una virtud austera, que exige renuncia y en cuanto tal, es difícil de practicar. A muchos parece imposible de vivir e incluso nociva. Pero tenemos que fijarnos en la dimensión positiva de la castidad: es decir, la entrega del corazón a Jesucristo y el orden en el ejercicio de la sexualidad. En cuanto cristiano – soltero, casado y, cuanto más religioso o sacerdote – mi corazón pertenece a Cristo. En cuanto hombre cabal, debo someter mi pasión sexual al imperio de la razón, pues es más hombre quien controla sus pasiones que el que se deja dominar por ellas.
Apreciar la virtud de la castidad es verla como un ideal por el cual vale la pena luchar: sea que tenga intención de casarme, el ideal de poder llegar al matrimonio con un corazón limpio, que ha sabido ser fiel al amor de su vida y que sabrá en el matrimonio subordinar el sexo al amor espiritual. Sea que opte por la castidad “por el Reino de los Cielos” (Mt. 19,12). Sea incluso en el caso de que uno no logre casarse y se vea obligado a vivir en castidad en razón de las circunstancias. En este caso es necesario “hacer de la necesidad virtud”; es decir, el no poder casarse no es el peor mal de la vida, que habría de conducir al célibe fatalmente a la pérdida del sentido de la vida, al fracaso y a la frustración existencial. Esto no es así. Si Cristo y María, su Madre castísima, vivieron el ideal de la virginidad, sería un absurdo creer que la castidad es una desgracia en la vida. Tantos santos, tantos hombres de bien han optado libremente o a causa de las circunstancias a vivir la castidad, y su vida ha sido un camino de realización plena.
3. Aprecio por la belleza del amor humano: quienes viven la castidad por el Reino de los Cielos, no lo hacen por deporte o porque tengan una visión negativa del amor humano. El religioso o la consagrada no han dejado algo malo (el matrimonio y lo que ello conlleva) por algo bueno (la castidad en sí misma, considerada como fin y no como medio). No. Vivir la castidad consagrada es renunciar a algo bueno y santo, por algo mejor: el amor y la donación total a Jesucristo. El uso de la sexualidad dentro del matrimonio no es un pecado, sino que ha sido creado por Dios para que dos personas puedan manifestarse el amor en la donación íntima del propio cuerpo, y abiertos a la llegada de los hijos. La virtud de la castidad lleva a los esposos a hacer del acto conyugal un auténtico acto de caridad sobrenatural. Si una persona viviera la castidad como rechazo y desprecio de la dimensión sexual del amor, no sería una persona virtuosa, sino todo lo contrario.
Cuarto consejo: Fomento
Si realmente tengo aprecio sincero por algo, busco incrementarlo. Si tengo un negocio que me está dando ganancias, invierto para que me dé todavía más ganancias. No lo abandono, no me despreocupo de él. Es la ley del éxito de una empresa. Pasa exactamente lo mismo con la castidad. He dicho que la castidad es una virtud no sólo para los religiosos o monjas (que se comprometen bajo voto público), sino para todo cristiano – para todo ser humano digno – sea célibe o casado. Fomentar la castidad es promover todo lo que sea la consideración de la belleza del amor. ¿Qué significa esto?
1. Llenar el corazón de nobles ideales. Desear ser como Cristo que – como dice san Pedro – pasó haciendo el bien (cf. Hch. 10,38). ¿Qué más puedo hacer? Esta ha de ser nuestra pregunta cotidiana.
2. Lecturas que nos ayuden a vivir la virtud. No se trata de leer libros sobre la castidad, sino leer mucho sobre la vida cristiana. Sobre todo la lectura de la vida de santos es un estímulo. Leyendo las vidas de santos sentimos cómo nuestro corazón se llena de deseos de imitación, pues ellos son hombres como nosotros y tuvieron que luchar como nosotros para alcanzar las virtudes.
3. Vida de Sacramentos:
a. La confesión como un encuentro íntimo con la misericordia de Dios. Si supiéramos qué misterio subyace al sacramento de la penitencia, seríamos asiduos clientes del sacerdote. Confesarnos cuando hemos caído es importante, pues en la confesión recibimos la gracia perdida y volvemos a ser hijos amados de Dios. ¡Cuánto gozo habrá sentido el joven rico cuando su Padre lo estrechó entre sus brazos! (cf. Lc. 15). Si no hemos pecado gravemente y sólo tenemos pecados veniales, la confesión nos da un incremento de gracia y la fuerza para ser fiel a nuestros ideales cristianos. Además, la confesión es un gimnasio de humildad: sin Dios no podemos ser fieles, no podemos ser castos, ni en el matrimonio ni en la vida consagrada…
b. Eucaristía: el Pan Purísimo bajado del cielo. Recibir frecuentemente a Cristo Eucaristía será un estímulo para mantener el corazón limpio de impurezas y pecados.
4. Cultivo de las virtudes teologales, en especial de la virtud de la esperanza. ¿Qué significa la esperanza? Es la certeza, que me viene de la fe, de que Dios va a ser fiel a sus promesas y me dará el cielo. Lo dice san Pablo: “los sufrimientos del tiempo presente no son comparables con la gloria que se ha de manifestar en nosotros” (Rm 8,18). Si yo me esfuerzo por vivir castamente, aunque sea difícil, aunque signifique renunciar a mi “modus vivendi”, aunque signifique cruz y abnegación, estoy dispuesto a luchar porque sé – tengo absoluta certeza – de que Jesús, que subió al cielo para prepararme una morada, está reservándome un tesoro en el cielo.
Quinto consejo: Cuidado
Esto es de sentido común. Huir de las ocasiones de caída. De acuerdo con san Francisco de Sales (citado en el libro de J. Tissot, “El arte de aprovechar nuestras faltas”) hay dos tentaciones que se vencen huyendo: las tentaciones contra la fe y las tentaciones contra la castidad. Si yo sé que ciertas compañías, que ciertos ambientes, que ciertas personas pueden hacerme naufragar, ¿para qué hacerme el “inocente” y creer que no pasa nada? Esto, sin embargo, sólo se entiende a la luz de los primeros principios vistos arriba: si yo aprecio el don de un corazón puro, si yo sé que todo es relativo de cara a la eternidad, entonces voy a actuar en consecuencia. No me voy a exponer a perder la gracia de Dios, que es lo más grande que poseo. En concreto:
1. Cuidar los ambientes: siempre será mejor no frecuentar aquellos lugares en donde sabemos que pueden naufragar los propósitos de fidelidad. Hay algunos lugares que en sí mismos son pecaminosos. No se debe acudir a espectáculos o casas en donde se fomente el vicio. Esto es obvio. Hay otros lugares que serán peligrosos, no en sí mismos, sino de acuerdo con la propia sensibilidad o con la situación existencial en la que se vive. El criterio fundamental para discernir es la honestidad: “yo sé que acudir a esta fiesta me causa problemas... pues no acudo, hago otra cosa”. En la medida de lo posible habría que evitar esos ambientes, aunque no siempre sea posible.
2. Cuidado de la vista: todo lo que entra por los ojos penetra en el corazón. A veces nos angustiamos por las tentaciones que nos azotan y nos preguntamos por qué no podemos ser fieles y puros como ángeles, por qué tenemos que luchar contra las mismas caídas, los mismos pecados, etc. Preguntémonos más bien: ¿qué miro? ¿A dónde se me van los ojos? ¿Dónde se fija mi mirada cuando miro a una mujer o a un hombre? ¿En qué “región” de la “geografía humana” se detienen mis ojos? Es necesario, por tanto, disciplinar nuestra mirada para fijarla sólo en aquello que vale la pena. En concreto:
a. Evitar siempre la pornografía. El cuerpo humano en sí mismo considerado es bello, sea femenino o masculino, porque ha sido creado por Dios. Cuando Dios creó a Adán y Eva, el escritor sagrado escribe: “Y Dios vio que era muy bueno”. Un ojo puro no pone maldad donde no la hay. Por el contrario, la pornografía busca siempre la excitación de las pasiones, las más de las veces por motivos económicos, utilizando a las personas como objeto de deleite sexual. El cuerpo del “otro” es siempre y sólo sujeto, nunca objeto.
b. Hoy en día el acceso a la pornografía es sumamente fácil: basta abrir Internet para encontrar todo tipo de imágenes eróticas. Aun cuando se proteja el acceso a través de un filtro – que siempre es recomendable –, es fácil que se cuelen las imágenes, a veces en páginas que nada tienen que ver con el erotismo. En muchos portales, entre el amplio espectro de accesos, no puede faltar nunca el link para “mayores de edad”.
c. Cuidado con la vista en la contemplación de personas de otro sexo. Hay sujetos que cuando ven pasar a una mujer hacen todo un análisis de geografía humana. Esta falta de control lleva después a llenar el corazón de “toxinas espirituales”, a crear una mentalidad que se detiene sólo en el cuerpo del otro, sin atender al corazón.
3. Cuidado del tacto:
a. Atención a las manifestaciones de afecto demasiado íntimas que podrían llevar a faltar a la castidad. Vale aquí la expresión del P. Jorge Loring sobre el baile: ciertamente importa la intención del sujeto, también la intención de la sujeta, pero sobre todo importa “cómo el sujeto sujete a la sujeta”. En el matrimonio hay una donación de alma y de cuerpo, por lo que el cuerpo ya no pertenece a sí sino a otra persona. Es una donación mutua y es una posesión determinada sólo por el amor y jamás por el dominio, precisamente porque no se trata sólo de un cuerpo, sino de un cuerpo espiritualizado. Por ello, “tocar” el cuerpo de la otra persona, sobre todo sus partes íntimas, es hacer un abuso, pues esta posibilidad compete sólo a su “dueño”, es decir, al esposo o a la esposa.
b. El cuidado del tacto se refiere también al propio cuerpo. Desde el punto de vista de la fe, mi cuerpo es templo del Espíritu y, por la gracia, la Santísima Trinidad habita en mi cuerpo como en un templo. El cristiano no desprecia el cuerpo y la sexualidad, sino todo lo contrario. Es tal la dignidad de mi cuerpo – templo de la Santísima Trinidad – que tengo que esmerarme por mantenerlo digno y “ordenado”. Esto significa que el propio cuerpo se debe tocar con respeto y no desordenadamente. Tocarse sólo por motivos higiénicos, para asearlo y poco más.
4. Cuidado de las personas: no hemos de ser ingenuos en el tema de la castidad. No todos piensan que la continencia sexual es un bien deseable. Se podría decir que sólo una mínima parte de los hombres y mujeres de hoy ven con buenos ojos la castidad. Quien quiere ser célibe tiene que luchar constantemente contra las trampas y asechanzas que otros pondrán a la vivencia de la virtud. Habrá personas que rechazarán nuestro deseo de castidad porque este testimonio les hiere profundamente. Por lo tanto:
a. Atento a los amigos que ridiculizarán nuestros propósitos y nos invitarán a transgredir la norma moral, a echar “una cana al aire”. Es necesario ser firmes en las propias convicciones y perseverar. Cuando vean que somos inflexibles, nos dejarán en paz.
b. Atención a aquella persona que se me cruzará en el camino. Si yo ya soy casado, la castidad me llevará a evitar el trato demasiado íntimo con quien no me has comprometido de por vida. Ya lo dice el refrán: “el hombre es fuego, la mujer estopa, llega el diablo y sopla”. Simplemente no te acerques al fuego. Si soy consagrado, vale lo mismo. El orden sacerdotal o los votos religiosos no quitan las tendencias, no convierten al hombre en ángel: hay que vigilar y no exponerse a la tentación manteniendo un trato afectivo poco conveniente con personas de otro sexo. El sacerdote no debería estar abrazando o besando a mujeres, por muy “santo” que éste sea y por muy piadosa que sea la “feligresa”, y lo mismo dígase de la religiosa o monja. Porque de una relación puramente espiritual se puede llegar a situaciones lamentables por falta de cuidado. La recomendación de origen agustiniano vale para todos: “el amor espiritual conduce al afectuoso, el amor afectuoso conduce al obsequioso, el obsequioso al familiar y el familiar conduce al amor carnal.
5. Cuidado con los pensamientos:
Finalmente para proteger la castidad, tengo que velar sobre mis pensamientos. La imaginación es la “loca de la casa” como decía santa Teresa. La divagación mental, el desorden interior, lleva muchas veces indefectiblemente a los pensamientos impuros. Ahora bien, dado que vivimos en una sociedad en la que casi todo nos habla de sexo, podemos sufrir los embates de la cultura imperante y ser golpeados por imágenes, recuerdos, imaginaciones, deseos bajos, etc. A veces estos pensamientos pueden ser muy insistentes. Aquí la solución es la sugerida un poco más arriba: estas tentaciones se vencen huyendo. Más que reprimir esos pensamientos, tenemos que distraerlos e ignorarlos. Ocurre como cuando nos asaltan las moscas un día de calor. Rondan las moscas, por la cara, las manos, de nuevo la cara, la nariz, la cabeza y de nuevo la cara... Uno normalmente no entra en crisis existencial porque le fastidia una mosca. Si lo que hago copa mi atención, espantaré a las moscas sin darle mayor importancia. Así también cuanto noa asalten las imaginaciones impuras: distraernos con algo que nos guste. Muchas veces no será algo espiritual. Puede ser el fútbol, el deporte, repasar los estudios, hacer ecuaciones matemáticas, etc. Lo que sea, con tal de que sea honesto y nos distraiga de los pensamientos impuros.
La castidad no es una virtud de ángeles, sino de hombres. No desnaturaliza a la persona, sino que encauza las tendencias para que el ejercicio de las mismas conduzca al verdadero bien del hombre. La castidad no es una virtud sólo de los consagrados, sino un modo de vivir de todo cristiano y de todo hombre cabal. No es más feliz quien rechaza la castidad, sino quien la vive de acuerdo con su estado de vida. Llevada – a veces sufrida – con sentido sobrenatural es fuente de amor y de entrega generosa. El hombre casto, la mujer casta, cuando viven la castidad “en cristiano”, alcanzan la plenitud del amor, porque la castidad no es otra cosa que el amor, vivido con totalidad. Vale la pena, pues, ser castos, ya sea en el matrimonio, ya sea en la vida consagrada, ya sea en el noviazgo... La castidad es la virtud que integra la sexualidad en el grande horizonte del amor verdadero que tiende a Dios como Objeto y fin último, y que permite amar al prójimo ordenadamente, como a uno mismo, e incluso mejor: como Cristo nos amó.
La castidad es uno de los votos que profesan los religiosos y los consagrados dentro de la Iglesia, además de los votos de pobreza y obediencia. Con estos votos, los religiosos y consagrados (sacerdotes, hermanos, monjas, laicos consagrados) expresan públicamente que quieren ser totalmente de Dios y que están dispuestos – por el Reino de los Cielos – a renunciar a las tres dimensiones fundamentales de la existencia humana como son el deseo de perpetuarse en una familia, actuar autónoma e independientemente, y poseer bienes propios. Sin embargo, estos votos sólo se entienden a la luz de Cristo y de la novedad de vida que Cristo nos vino a traer. Jesucristo es el religioso por excelencia: Él está totalmente dedicado – consagrado – a las cosas del Padre y su único deseo es que Dios sea conocido, amado y alabado por los hombres, sin otra posesión, sin otro deseo que no sea el Reino de Dios.
Ahora bien, la castidad no es sólo un voto, es decir, una promesa solemne. La castidad es una realidad que atañe a todos los hombres y mujeres, porque es la virtud que regula el uso adecuado y responsable de la sexualidad y de la afectividad. Y esto nos toca a todos. Un religioso vivirá esta virtud en un modo concreto y según unas exigencias diversas del soltero o de las personas unidas en matrimonio. Pero todos estamos llamados a ejercitarnos en la virtud de la castidad. Existe una castidad del religioso, una castidad del soltero y una castidad del casado. Los consejos que se ofrecen a continuación valen en mayor o menor medida para todos. Toca a cada cual hacer la adaptación para la propia vida.
Los consejos generales para vivir la castidad son cinco: orden, conciencia, aprecio, fomento y cuidado. Expresaré los consejos del modo más esquemático posible.
Primer consejo: el orden
Para vivir la castidad – tanto en el celibato como en el matrimonio – es necesario el orden en la propia vida. Ahora bien, hay diversos tipos de orden:
1. Orden “teológico”: primero Dios, después las creaturas. El mandamiento de amar a Dios sobre todas las cosas está dirigido a todos los hombres y no sólo a los religiosos. El amor a Dios ha de ser la principal preocupación de la vida. Esto significa no anteponer nada al amor de Dios: la Voluntad de Dios está antes que mi propia voluntad; el Plan de Dios sobre mi vida antes que mis planes personales; primero las cosas de Dios que mis cosas. Primero Dios y después los amigos; primero el domingo y después los demás días de la semana. Vivir constantemente en su presencia, buscando pequeños pero significativos actos de amor a Dios. En el fondo, la vida de todo hombre es una búsqueda de Dios.
2. Orden “vertical”: primero el cielo y después la tierra. Por lo tanto, hemos de aspirar al cielo con todo el corazón, con toda el alma y con todas las fuerzas. Por culpa del marxismo, del consumismo y de otras ideologías terrenas, nos hemos olvidado de pensar en el cielo como una realidad cierta que nos espera. Estamos demasiado preocupados por nuestro éxito temporal, demasiado copados por compromisos mundanos, demasiado comprometidos con quehaceres meramente circunstanciales, queremos a toda costa disfrutar de esta tierra… y nos olvidamos de que esta vida es sólo un preludio de la vida verdadera. La vida es un punto en medio de la eternidad. Esto no significa despreciar las cosas buenas que ofrece la vida, sino “ordenar” todo al cielo, que es nuestro único destino. Hemos sido creados para el cielo. La castidad sólo se entiende a la luz de la eternidad. Hay una expresión latina que reza: “quid hoc ad aeternitatem”, ¿qué es todo esto a la luz de la eternidad? ¿Qué son los placeres indignos y momentáneos a la luz de la eternidad? En conclusión: “Sólo Dios es Dios. Lo demás es ‘lo de menos’”.
3. Orden “temporal”: es necesario tener un orden en el uso de nuestro tiempo. Tener muchas cosas interesantes que hacer: oración, trabajo, comidas, merecido descanso, intereses personales… La ociosidad es la madre de todos los vicios, y nuestra sociedad actual es especialista en ofrecer toda clase de salidas frívolas y raquíticas a la ociosidad. En concreto: si es necesario entrar en Internet, que sea sólo para lo que hay que hacer y no andar “navegando” a ver “qué veo”, perdiendo miserablemente el tiempo y poniendo en riesgo la castidad. Por lo demás, esta vida es para construir algo que nos podamos llevar al más allá, al cielo. Empeñemos pues nuestra vida, no en vanidades y caprichos efímeros, cuanto menos en pecado y desenfreno, sino en grandes proyectos al servicio de los demás.
4. Orden “interior”: la persona humana es un “espíritu encarnado”, es una especie muy extraña en la creación. No es un ángel, pero tampoco una bestia. Es un ser “multidimensional”: tiene razón y voluntad, libertad, sentimientos, potencias y pasiones, etc. En esta diversidad humana hay una jerarquía, un orden en las dimensiones. En primer lugar, como dimensión rectora, está la razón iluminada e instruida por la fe. La razón debe regir a todas las demás pasiones y potencias. La virtud de la castidad es una disposición de la voluntad que nos lleva a actuar según los dictámenes de la razón en cuanto al uso ordenado de las potencias sexuales y afectivas. La castidad no significa en primer lugar represión, sino “promoción ordenada” y “moderación razonable” y es la razón, abierta a la Voluntad de Dios, la que indica cuándo se tiene que promover y cuándo se tiene que moderar.
5. Orden “afectivo”: si el primer mandamiento dice amar a Dios, éste se debe unir al “amar al prójimo como a sí mismo”. Ahora bien, también hay un orden en el “amor al prójimo”. Hay un orden en cuanto a las personas y un orden en cuanto a las manifestaciones del amor. En primer lugar debo amar a aquellos que están más próximos a mí: mi familia, mi mujer y mis hijos (si estoy casado), mis padres, mis amigos, etc. En segundo lugar, mi afecto se debe regir por este orden: las manifestaciones del amor entre esposos son específicas y difieren en cuanto al modo en las manifestaciones de amor entre hermanos y entre amigos. Este orden se debe establecer también en relación con el estado de vida que se ha escogido: si soy sacerdote, mi trato con las personas estará marcado por la consagración que he hecho de mi vida y de mi cuerpo al único amor de Cristo, lo mismo ocurre con una religiosa. Quien está casado tiene que comportarse con las personas de otro sexo, no como quien está buscando pareja, o como quien quiere “romper corazones”, sino como quien está comprometido a un amor exclusivo que ha de durar toda la vida. El joven debe comportarse con su novia de un modo diverso que el marido con su mujer, precisamente porque es novio y no esposo.
Segundo consejo: Conciencia
Tenemos que saber qué es bueno y qué es malo, “llamar al pan pan y al vino vino”, y estar convencidos de que seguir la conciencia rectamente formada es lo mejor para nosotros. La conciencia es un faro que ilumina la vida. Puede ser que no siempre tenga la fuerza para seguirla, pero el faro estará siempre allí avisándome de lo que debo hacer, y exigiéndome fidelidad. En el cultivo de la virtud de la castidad esto es esencial.
A causa de las modas imperantes y del desenfreno moral, que se eleva a ideal de vida, sentimos en nuestro corazón la dificultad de vivir la castidad. Esta dificultad real puede llevarnos a considerar que no vale la pena luchar, que es mejor vivir “feliz” según los criterios del mundo que seguir a un Dios desconocido que nos “impone” reprimir nuestros impulsos espontáneos. Es decir, la pasión nos puede llevar a justificar los actos desordenados. Es aquí donde la conciencia tiene que ser faro y decir lo que es bueno y lo que no es bueno. Mientras no se corrompa la conciencia, siempre es posible corregir y superarse.
Aquí tenemos que ser muy honestos: ¿conozco la ley moral? ¿Conozco qué es lo que Dios me pide en cuanto soltero? ¿Quiero seguir mi conciencia o prefiero amordazarla, engañándome a mí mismo con sofismas? Es preciso recordar aquí el adagio: “el que no vive como piensa, termina pensando como vive”; es decir, si traicionamos la voz de la conciencia – que no es otra que la voz de Dios que habla desde el interior – acabaremos por justificar lo injustificable, haciendo pasar hasta “un camello por el ojo de una aguja” (cf. Mt. 19,24).
Para formar la conciencia hay que acudir a los maestros que realmente nos puedan instruir en la verdad. Los medios de comunicación – grandes formadores (o deformadores) de la opinión pública – no son, la mayoría de los casos, buenos consejeros. Ellos son muchas veces los principales promotores de la cultura imperante. Acudamos más bien a personas instruidas y sensatas que puedan ayudarnos, corregirnos, decirnos las cosas claras, sin “dorar la píldora”. Acudamos sobre todo a la Palabra de Dios. Repitamos muchas veces el salmo 119: “Lámpara es tu palabra para mis pasos, luz en mi sendero”.
Tercer consejo: Aprecio
1. Aprecio por la virtud en general. Vivimos en una sociedad de mínimos: ¿Qué es lo mínimo que tengo que hacer para divertirme sin pecar? ¿Qué es lo mínimo que tengo que hacer para hacer lo que me pega la gana sin traicionar la conciencia? No. El cristianismo no puede vivir de mínimos. Muchas veces en la sociedad civil nos podemos regir por la moral de lo mínimo: ¿cuánto es lo mínimo que tengo que pagar con los impuestos? Nunca iré a hacer la declaración de hacienda, diciendo: “oiga, le doy más de lo que me pide porque veo que es necesario para tapar los agujeros de la carretera”. Más bien actúo así: si tengo que trabajar seis horas al día, trabajo seis horas y basta. Esto es lo mínimo que tengo que hacer.
Esto puede valer para la sociedad civil. Pero no vale para quien se declara discípulo de Jesucristo. Veamos su ejemplo: Cristo no hizo lo mínimo para salvarnos, hubiera sido un redentor bastante raquítico. No. Por el contrario, Él entregó toda su sangre por cada uno de nosotros. En el evangelio de san Juan está escrito: “Habiendo amado a los suyos los amó hasta el extremo” (Jn. 13,1), y ese extremo fue la pasión, la cruz, la muerte y la resurrección. El modelo del cristiano – y su vía de auténtica felicidad – es Cristo y no el “fresco” dandy que se la pasa disfrutando haciendo slalom con las normas, sacándoles la vuelta.
2. Aprecio por la virtud de la castidad. La castidad es una virtud austera, que exige renuncia y en cuanto tal, es difícil de practicar. A muchos parece imposible de vivir e incluso nociva. Pero tenemos que fijarnos en la dimensión positiva de la castidad: es decir, la entrega del corazón a Jesucristo y el orden en el ejercicio de la sexualidad. En cuanto cristiano – soltero, casado y, cuanto más religioso o sacerdote – mi corazón pertenece a Cristo. En cuanto hombre cabal, debo someter mi pasión sexual al imperio de la razón, pues es más hombre quien controla sus pasiones que el que se deja dominar por ellas.
Apreciar la virtud de la castidad es verla como un ideal por el cual vale la pena luchar: sea que tenga intención de casarme, el ideal de poder llegar al matrimonio con un corazón limpio, que ha sabido ser fiel al amor de su vida y que sabrá en el matrimonio subordinar el sexo al amor espiritual. Sea que opte por la castidad “por el Reino de los Cielos” (Mt. 19,12). Sea incluso en el caso de que uno no logre casarse y se vea obligado a vivir en castidad en razón de las circunstancias. En este caso es necesario “hacer de la necesidad virtud”; es decir, el no poder casarse no es el peor mal de la vida, que habría de conducir al célibe fatalmente a la pérdida del sentido de la vida, al fracaso y a la frustración existencial. Esto no es así. Si Cristo y María, su Madre castísima, vivieron el ideal de la virginidad, sería un absurdo creer que la castidad es una desgracia en la vida. Tantos santos, tantos hombres de bien han optado libremente o a causa de las circunstancias a vivir la castidad, y su vida ha sido un camino de realización plena.
3. Aprecio por la belleza del amor humano: quienes viven la castidad por el Reino de los Cielos, no lo hacen por deporte o porque tengan una visión negativa del amor humano. El religioso o la consagrada no han dejado algo malo (el matrimonio y lo que ello conlleva) por algo bueno (la castidad en sí misma, considerada como fin y no como medio). No. Vivir la castidad consagrada es renunciar a algo bueno y santo, por algo mejor: el amor y la donación total a Jesucristo. El uso de la sexualidad dentro del matrimonio no es un pecado, sino que ha sido creado por Dios para que dos personas puedan manifestarse el amor en la donación íntima del propio cuerpo, y abiertos a la llegada de los hijos. La virtud de la castidad lleva a los esposos a hacer del acto conyugal un auténtico acto de caridad sobrenatural. Si una persona viviera la castidad como rechazo y desprecio de la dimensión sexual del amor, no sería una persona virtuosa, sino todo lo contrario.
Cuarto consejo: Fomento
Si realmente tengo aprecio sincero por algo, busco incrementarlo. Si tengo un negocio que me está dando ganancias, invierto para que me dé todavía más ganancias. No lo abandono, no me despreocupo de él. Es la ley del éxito de una empresa. Pasa exactamente lo mismo con la castidad. He dicho que la castidad es una virtud no sólo para los religiosos o monjas (que se comprometen bajo voto público), sino para todo cristiano – para todo ser humano digno – sea célibe o casado. Fomentar la castidad es promover todo lo que sea la consideración de la belleza del amor. ¿Qué significa esto?
1. Llenar el corazón de nobles ideales. Desear ser como Cristo que – como dice san Pedro – pasó haciendo el bien (cf. Hch. 10,38). ¿Qué más puedo hacer? Esta ha de ser nuestra pregunta cotidiana.
2. Lecturas que nos ayuden a vivir la virtud. No se trata de leer libros sobre la castidad, sino leer mucho sobre la vida cristiana. Sobre todo la lectura de la vida de santos es un estímulo. Leyendo las vidas de santos sentimos cómo nuestro corazón se llena de deseos de imitación, pues ellos son hombres como nosotros y tuvieron que luchar como nosotros para alcanzar las virtudes.
3. Vida de Sacramentos:
a. La confesión como un encuentro íntimo con la misericordia de Dios. Si supiéramos qué misterio subyace al sacramento de la penitencia, seríamos asiduos clientes del sacerdote. Confesarnos cuando hemos caído es importante, pues en la confesión recibimos la gracia perdida y volvemos a ser hijos amados de Dios. ¡Cuánto gozo habrá sentido el joven rico cuando su Padre lo estrechó entre sus brazos! (cf. Lc. 15). Si no hemos pecado gravemente y sólo tenemos pecados veniales, la confesión nos da un incremento de gracia y la fuerza para ser fiel a nuestros ideales cristianos. Además, la confesión es un gimnasio de humildad: sin Dios no podemos ser fieles, no podemos ser castos, ni en el matrimonio ni en la vida consagrada…
b. Eucaristía: el Pan Purísimo bajado del cielo. Recibir frecuentemente a Cristo Eucaristía será un estímulo para mantener el corazón limpio de impurezas y pecados.
4. Cultivo de las virtudes teologales, en especial de la virtud de la esperanza. ¿Qué significa la esperanza? Es la certeza, que me viene de la fe, de que Dios va a ser fiel a sus promesas y me dará el cielo. Lo dice san Pablo: “los sufrimientos del tiempo presente no son comparables con la gloria que se ha de manifestar en nosotros” (Rm 8,18). Si yo me esfuerzo por vivir castamente, aunque sea difícil, aunque signifique renunciar a mi “modus vivendi”, aunque signifique cruz y abnegación, estoy dispuesto a luchar porque sé – tengo absoluta certeza – de que Jesús, que subió al cielo para prepararme una morada, está reservándome un tesoro en el cielo.
Quinto consejo: Cuidado
Esto es de sentido común. Huir de las ocasiones de caída. De acuerdo con san Francisco de Sales (citado en el libro de J. Tissot, “El arte de aprovechar nuestras faltas”) hay dos tentaciones que se vencen huyendo: las tentaciones contra la fe y las tentaciones contra la castidad. Si yo sé que ciertas compañías, que ciertos ambientes, que ciertas personas pueden hacerme naufragar, ¿para qué hacerme el “inocente” y creer que no pasa nada? Esto, sin embargo, sólo se entiende a la luz de los primeros principios vistos arriba: si yo aprecio el don de un corazón puro, si yo sé que todo es relativo de cara a la eternidad, entonces voy a actuar en consecuencia. No me voy a exponer a perder la gracia de Dios, que es lo más grande que poseo. En concreto:
1. Cuidar los ambientes: siempre será mejor no frecuentar aquellos lugares en donde sabemos que pueden naufragar los propósitos de fidelidad. Hay algunos lugares que en sí mismos son pecaminosos. No se debe acudir a espectáculos o casas en donde se fomente el vicio. Esto es obvio. Hay otros lugares que serán peligrosos, no en sí mismos, sino de acuerdo con la propia sensibilidad o con la situación existencial en la que se vive. El criterio fundamental para discernir es la honestidad: “yo sé que acudir a esta fiesta me causa problemas... pues no acudo, hago otra cosa”. En la medida de lo posible habría que evitar esos ambientes, aunque no siempre sea posible.
2. Cuidado de la vista: todo lo que entra por los ojos penetra en el corazón. A veces nos angustiamos por las tentaciones que nos azotan y nos preguntamos por qué no podemos ser fieles y puros como ángeles, por qué tenemos que luchar contra las mismas caídas, los mismos pecados, etc. Preguntémonos más bien: ¿qué miro? ¿A dónde se me van los ojos? ¿Dónde se fija mi mirada cuando miro a una mujer o a un hombre? ¿En qué “región” de la “geografía humana” se detienen mis ojos? Es necesario, por tanto, disciplinar nuestra mirada para fijarla sólo en aquello que vale la pena. En concreto:
a. Evitar siempre la pornografía. El cuerpo humano en sí mismo considerado es bello, sea femenino o masculino, porque ha sido creado por Dios. Cuando Dios creó a Adán y Eva, el escritor sagrado escribe: “Y Dios vio que era muy bueno”. Un ojo puro no pone maldad donde no la hay. Por el contrario, la pornografía busca siempre la excitación de las pasiones, las más de las veces por motivos económicos, utilizando a las personas como objeto de deleite sexual. El cuerpo del “otro” es siempre y sólo sujeto, nunca objeto.
b. Hoy en día el acceso a la pornografía es sumamente fácil: basta abrir Internet para encontrar todo tipo de imágenes eróticas. Aun cuando se proteja el acceso a través de un filtro – que siempre es recomendable –, es fácil que se cuelen las imágenes, a veces en páginas que nada tienen que ver con el erotismo. En muchos portales, entre el amplio espectro de accesos, no puede faltar nunca el link para “mayores de edad”.
c. Cuidado con la vista en la contemplación de personas de otro sexo. Hay sujetos que cuando ven pasar a una mujer hacen todo un análisis de geografía humana. Esta falta de control lleva después a llenar el corazón de “toxinas espirituales”, a crear una mentalidad que se detiene sólo en el cuerpo del otro, sin atender al corazón.
3. Cuidado del tacto:
a. Atención a las manifestaciones de afecto demasiado íntimas que podrían llevar a faltar a la castidad. Vale aquí la expresión del P. Jorge Loring sobre el baile: ciertamente importa la intención del sujeto, también la intención de la sujeta, pero sobre todo importa “cómo el sujeto sujete a la sujeta”. En el matrimonio hay una donación de alma y de cuerpo, por lo que el cuerpo ya no pertenece a sí sino a otra persona. Es una donación mutua y es una posesión determinada sólo por el amor y jamás por el dominio, precisamente porque no se trata sólo de un cuerpo, sino de un cuerpo espiritualizado. Por ello, “tocar” el cuerpo de la otra persona, sobre todo sus partes íntimas, es hacer un abuso, pues esta posibilidad compete sólo a su “dueño”, es decir, al esposo o a la esposa.
b. El cuidado del tacto se refiere también al propio cuerpo. Desde el punto de vista de la fe, mi cuerpo es templo del Espíritu y, por la gracia, la Santísima Trinidad habita en mi cuerpo como en un templo. El cristiano no desprecia el cuerpo y la sexualidad, sino todo lo contrario. Es tal la dignidad de mi cuerpo – templo de la Santísima Trinidad – que tengo que esmerarme por mantenerlo digno y “ordenado”. Esto significa que el propio cuerpo se debe tocar con respeto y no desordenadamente. Tocarse sólo por motivos higiénicos, para asearlo y poco más.
4. Cuidado de las personas: no hemos de ser ingenuos en el tema de la castidad. No todos piensan que la continencia sexual es un bien deseable. Se podría decir que sólo una mínima parte de los hombres y mujeres de hoy ven con buenos ojos la castidad. Quien quiere ser célibe tiene que luchar constantemente contra las trampas y asechanzas que otros pondrán a la vivencia de la virtud. Habrá personas que rechazarán nuestro deseo de castidad porque este testimonio les hiere profundamente. Por lo tanto:
a. Atento a los amigos que ridiculizarán nuestros propósitos y nos invitarán a transgredir la norma moral, a echar “una cana al aire”. Es necesario ser firmes en las propias convicciones y perseverar. Cuando vean que somos inflexibles, nos dejarán en paz.
b. Atención a aquella persona que se me cruzará en el camino. Si yo ya soy casado, la castidad me llevará a evitar el trato demasiado íntimo con quien no me has comprometido de por vida. Ya lo dice el refrán: “el hombre es fuego, la mujer estopa, llega el diablo y sopla”. Simplemente no te acerques al fuego. Si soy consagrado, vale lo mismo. El orden sacerdotal o los votos religiosos no quitan las tendencias, no convierten al hombre en ángel: hay que vigilar y no exponerse a la tentación manteniendo un trato afectivo poco conveniente con personas de otro sexo. El sacerdote no debería estar abrazando o besando a mujeres, por muy “santo” que éste sea y por muy piadosa que sea la “feligresa”, y lo mismo dígase de la religiosa o monja. Porque de una relación puramente espiritual se puede llegar a situaciones lamentables por falta de cuidado. La recomendación de origen agustiniano vale para todos: “el amor espiritual conduce al afectuoso, el amor afectuoso conduce al obsequioso, el obsequioso al familiar y el familiar conduce al amor carnal.
5. Cuidado con los pensamientos:
Finalmente para proteger la castidad, tengo que velar sobre mis pensamientos. La imaginación es la “loca de la casa” como decía santa Teresa. La divagación mental, el desorden interior, lleva muchas veces indefectiblemente a los pensamientos impuros. Ahora bien, dado que vivimos en una sociedad en la que casi todo nos habla de sexo, podemos sufrir los embates de la cultura imperante y ser golpeados por imágenes, recuerdos, imaginaciones, deseos bajos, etc. A veces estos pensamientos pueden ser muy insistentes. Aquí la solución es la sugerida un poco más arriba: estas tentaciones se vencen huyendo. Más que reprimir esos pensamientos, tenemos que distraerlos e ignorarlos. Ocurre como cuando nos asaltan las moscas un día de calor. Rondan las moscas, por la cara, las manos, de nuevo la cara, la nariz, la cabeza y de nuevo la cara... Uno normalmente no entra en crisis existencial porque le fastidia una mosca. Si lo que hago copa mi atención, espantaré a las moscas sin darle mayor importancia. Así también cuanto noa asalten las imaginaciones impuras: distraernos con algo que nos guste. Muchas veces no será algo espiritual. Puede ser el fútbol, el deporte, repasar los estudios, hacer ecuaciones matemáticas, etc. Lo que sea, con tal de que sea honesto y nos distraiga de los pensamientos impuros.
La castidad no es una virtud de ángeles, sino de hombres. No desnaturaliza a la persona, sino que encauza las tendencias para que el ejercicio de las mismas conduzca al verdadero bien del hombre. La castidad no es una virtud sólo de los consagrados, sino un modo de vivir de todo cristiano y de todo hombre cabal. No es más feliz quien rechaza la castidad, sino quien la vive de acuerdo con su estado de vida. Llevada – a veces sufrida – con sentido sobrenatural es fuente de amor y de entrega generosa. El hombre casto, la mujer casta, cuando viven la castidad “en cristiano”, alcanzan la plenitud del amor, porque la castidad no es otra cosa que el amor, vivido con totalidad. Vale la pena, pues, ser castos, ya sea en el matrimonio, ya sea en la vida consagrada, ya sea en el noviazgo... La castidad es la virtud que integra la sexualidad en el grande horizonte del amor verdadero que tiende a Dios como Objeto y fin último, y que permite amar al prójimo ordenadamente, como a uno mismo, e incluso mejor: como Cristo nos amó.
¡Vence el mal con el bien!
DONDE SE APRENDEN ESTOS VALORES ?
SE APRENDEN PRINCIPALMENTE EN LA FAMILIA Y VIDA DE HOGAR
SEGUN LA IGLESIA CATOLICA
INTRODUCCION
El ambiente de la familia es, pues, el lugar normal y originario para la formación de los niños y de los jóvenes en la consolidación y en el ejercicio de las virtudes de la caridad, de la templanza, de la fortaleza y, por tanto, de la castidad. Como iglesia doméstica, la familia es, en efecto, la escuela más rica en humanidad. Esto vale especialmente para la educación moral y espiritual, en particular sobre un punto tan delicado como la castidad: en ella, de hecho, confluyen aspectos físicos, psíquicos y espirituales, deseos de libertad e influjo de los modelos sociales, pudor natural y fuertes tendencias inscritas en el cuerpo humano; factores, todos estos, que se encuentran unidos a la conciencia aunque sea implícita de la dignidad de la persona humana, llamada a colaborar con Dios, y al mismo tiempo marcada por la fragilidad. En un
hogar cristiano los padres tienen la fuerza para conducir a los
hijos hacia una verdadera madurez cristiana de su personalidad, según la
medida de Cristo, en el seno de su Cuerpo místico que es la Iglesia.
La familia, aun poseyendo estas fuerzas, tiene necesidad de apoyo
también por parte del Estado y de la sociedad, según el principio de
subsidiaridad: Pero ocurre que cuando la familia decide realizar plenamente
su vocación, se puede encontrar sin el apoyo necesario por parte del Estado,
que no dispone de recursos suficientes. Es urgente entonces, promover
iniciativas políticas no sólo en favor de la familia, sino también políticas
sociales que tengan como objetivo principal a la familia misma, ayudándola
mediante la asignación de recursos adecuados e instrumentos eficaces de
ayuda, bien sea para la educación de los hijos, bien sea para la atención de
los ancianos .
Conscientes de esto, y de las dificultades reales que existen
hoy en no pocos países para los jóvenes, especialmente en presencia de
factores de degradación social y moral, los padres han de atreverse a
pedirles y exigirles más. No pueden contentarse con evitar lo peor —que
los hijos no se droguen o no comentan delitos— sino que deberán comprometerse
a educarlos en los valores verdaderos de la persona, renovados por las
virtudes de la fe, de la esperanza y del amor: la libertad, la
responsabilidad, la paternidad y la maternidad, el servicio, el trabajo
profesional, la solidaridad, la honradez, el arte, el deporte, el gozo de
saberse hijos de Dios y, con esto, hermanos de todos los seres humanos, etc.
El valor esencial del hogar
Las ciencias psicológicas y pedagógicas, en sus más recientes
conquistas, y la experiencia, concuerdan en destacar la importancia decisiva,
en orden a una armónica y válida educación sexual, del clima afectivo que
reina en la familia, especialmente en los primeros años de la infancia y
de la adolescencia y tal vez también en la fase pre-natal, períodos en los
cuales se instauran los dinamismos emocionales y profundos de los
adolescentes. Se evidencia la importancia del equilibrio, de la aceptación y
de la comprensión a nivel de la pareja. Se subraya además, el valor de la
serenidad del encuentro relacional entre los esposos, de su presencia
positiva —sea del padre sea de la madre— en los años importantes para el
proceso de identificación, y de la relación de sereno afecto hacia los niños.
Ciertas graves carencias o desequilibrios que existen entre los
padres (por ejemplo, la ausencia de la vida familiar de uno o de ambos
padres, el desinterés educativo o la severidad excesiva), son factores
capaces de causar en los niños traumas emocionales y afectivos que pueden
entorpecer gravemente su adolescencia y a veces marcarlos para toda la vida.
Es necesario que los padres encuentren el tiempo para estar con los hijos
y de dialogar con ellos. Los hijos, don y deber, son su tarea más
importante, si bien aparentemente no siempre muy rentable: lo son más que el
trabajo, más que el descanso, más que la posición social. En tales
conversaciones —y de modo creciente con el pasar de los años— es necesario
saberlos escuchar con atención, esforzarse por comprenderlos, saber reconocer
la parte de verdad que puede haber en algunas formas de rebelión.
Al mismo
tiempo, los padres podrán ayudarlos a encauzar rectamente ansias y
aspiraciones, enseñándoles a reflexionar sobre la realidad de las cosas y a
razonar. No se trata de imponerles una determinada línea de conducta, sino de
mostrarles los motivos, sobrenaturales y humanos, que la recomiendan. Lo
lograrán mejor, si saben dedicar tiempo a sus hijos y ponerse verdaderamente a
su nivel, con amor.
Formación en la comunidad de vida y de amor
La familia cristiana es capaz de ofrecer una atmósfera
impregnada de aquel amor a Dios que hace posible el auténtico don
recíproco.50 Los niños que lo perciben están más dispuestos a vivir según las
verdades morales practicadas por sus padres. Tendrán confianza en ellos y
aprenderán aquel amor —nada mueve tanto a amar cuanto el saberse amados— que
vence el miedo. Así el vínculo de amor recíproco, que los hijos descubren en
sus padres, será una protección segura de su serenidad afectiva. Tal vínculo
afina la inteligencia, la voluntad y las emociones, rechazando todo cuanto
pueda degradar o envilecer el don de la sexualidad humana que, en una familia
en la cual reina el amor, es siempre entendida como parte de la llamada al
don de sí en el amor a Dios y a los demás: La familia es la primera y
fundamental escuela de socialidad; como comunidad de amor, encuentra en el
don de sí misma la ley que la rige y hace crecer. El don de sí, que inspira
el amor mutuo de los esposos, se pone como modelo y norma del don de sí que
debe haber en las relaciones entre hermanos y hermanas, y entre las diversas
generaciones que conviven en la familia. La comunión y la participación
vivida cotidianamente en la casa, en los momentos de alegría y de dificultad,
representa la pedagogía más concreta y eficaz para la inserción activa,
responsable y fecunda de los hijos en el horizonte más amplio de la sociedad .
En definitiva, la educación al auténtico amor, que no es tal si
no se convierte en amor de benevolencia, implica la acogida de la persona
amada, considerar su bien como propio, y por tanto, instaurar justas
relaciones con los demás. Es necesario enseñar al niño, al adolescente y al
joven a establecer las oportunas relaciones con Dios, con sus padres, con sus
hermanas y hermanas, con sus compañeros del mismo o diverso sexo, con los
adultos.
No se debe tampoco olvidar que la educación al amor es una
realidad global: no se progresa en establecer justas relaciones con una
persona sin hacerlo, al mismo tiempo, con cualquier otra. Como se ha indicado
antes, la educación en la castidad, en cuanto educación en el amor, es al
mismo tiempo educación del espíritu, de la sensibilidad y de los
sentimientos.
El comportamiento hacia las personas depende no poco de la
forma con que administran lo sentimientos espontáneos, haciendo crecer
algunos, controlando otros. La castidad, en cuanto virtud, nunca se reduce a
un simple discurso sobre el cumplimiento de actos externos conformes a la
norma, sino que exige activar y desarrollar los dinamismos de la naturaleza y
de la gracia, que constituyen el elemento principal e inmanente de la ley de
Dios y de nuestro descubrimiento de su condición de garantía de crecimiento y
de libertad.
Es necesario, por tanto, poner de relieve que la educación a la
castidad es inseparable del compromiso de cultivar todas las otras
virtudes y, en modo particular, el amor cristiano que se
caracteriza por el respeto, por el altruismo y por el servicio que, en
definitiva, es la caridad.
La sexualidad es un bien tan importante,
que precisa protegerlo siguiendo el orden de la razón iluminada por la fe: «
cuanto mayor es un bien, tanto más en él se debe observar el orden de la
razón . De esto se deduce que para educar a la castidad, es necesario el
dominio de sí, que presupone virtudes como el pudor, la templanza, el respeto
propio y ajeno y la apertura al prójimo .
Son también importantes aquellas virtudes que la tradición cristiana
ha llamado las hermanas menores de la castidad (modestia, capacidad de
sacrificio de los propios caprichos), alimentadas por la fe y por la vida de
oración.
PARA ESO LOS PADRES DEBEN SER UN MODELO DE EJEMPLO PARA LOS HIJOS.
SEGUN LA IGLESIA CATOLICA
Los padres modelo para los propios hijos
El buen ejemplo y el liderazgo de los padres es esencial
para reforzar la formación de los jóvenes a la castidad. La madre que estima la
vocación materna y su puesto en la casa, ayuda enormemente a desarrollar, en
sus propias hijas, las cualidades de la feminidad y de la maternidad y pone
ante los hijos varones un claro ejemplo, de mujer recia y noble. El padre que
inspira su conducta en un estilo de dignidad varonil, sin machismos, será un
modelo atrayente para sus hijos e inspirará respeto, admiración y seguridad en
las hijas.
Lo mismo vale para la educación al espíritu de sacrificio en las
familias sometidas, hoy más que nunca, a las presiones del materialismo y del
consumismo. Sólo así, los hijos crecerán en una justa libertad ante los
bienes materiales, adoptando un estilo de vida sencillo y austero, convencidos
de que "el hombre vale más por lo que es que por lo que tiene". En
una sociedad sacudida y disgregada por tensiones y conflictos por el choque
violento entre los varios individualismos y egoísmos, los hijos han de enriquecerse
no sólo con el sentido de la verdadera justicia, que conduce al respeto de la
dignidad de toda persona, sino también y más aun con el sentido del verdadero
amor, como solicitud sincera y servicio desinteresado hacia los demás,
especialmente a los más pobres y necesitados , la educación se sitúa
plenamente en el horizonte de la "civilización del amor"; depende
de ella y, en gran medida, contribuye a construirla
Un santuario de la vida y de la fe
Nadie puede ignorar que el primer ejemplo y la mayor ayuda que los
padres dan a sus hijos es su generosidad en acoger la vida, sin olvidar
que así les ayudan a tener un estilo más sencillo de vida y, además, que es
menor mal negar a los propios hijos ciertas comodidades y ventajas materiales
que privarlos de la presencia de hermanos y hermanas que podrían ayudarlos a
desarrollar su humanidad y a comprobar la belleza de la vida en cada una de sus
fases y en toda su variedad .
Finalmente, recordamos que, para lograr estas metas, la familia
debe ser ante todo casa de fe y de oración en la que se percibe la
presencia de Dios Padre, se acoge la Palabra de Jesús, se siente el vínculo de
amor, don del Espíritu, y se ama y se invoca a la purísima Madre de Dios.65
Esta vida de fe y de oración tiene como contenido original la misma vida
de familia que en las diversas circunstancias es interpretada como vocación
de Dios y actuada como respuesta filial a su llamada: alegrías y dolores,
esperanzas y tristezas, nacimientos y cumpleaños, aniversarios de la boda de
los padres, partidas, alejamientos y regresos, elecciones importantes y
decisivas, muerte de personas queridas, etc., señalan la intervención del amor
de Dios en la historia de la familia, como deben señalar también el momento
favorable a la acción de gracias, para la petición al abandono confiado de la
familia en el Padre común que está en los cielos .
En esta atmósfera de
oración y de reconocimiento de la presencia y la paternidad de Dios, las
verdades de la fe y de la moral serán enseñadas, comprendidas y asumidas con
reverencia, y la palabra de Dios será leída y vivida con amor. Así la verdad de
Cristo edificará una comunidad familiar fundada sobre el ejemplo y la guía de
los padres que « calan profundamente en el corazón de sus hijos, dejando huellas
que los posteriores acontecimientos de la vida no lograrán borrar.
LOS PADRES DEBEN GUIAR Y ORIENTAR A SUS HIJOS DE ACUERDO A SU EDAD Y ETAPA DE LA VIDA EN QUE SE ENCUENTREN RESPECTO A SU SEXUALIDAD
SEGUN LA IGLESIA CATOLICA
A los padres corresponde especialmente la obligación de hacer conocer
a los hijos los misterios de la vida humana, porque la familia es el mejor
ambiente para cumplir el deber de asegurar una gradual educación de la vida
sexual. Cuenta con reservas afectivas capaces de llevar a aceptar, sin traumas,
aun las realidades más delicadas e integrarlas armónicamente en una
personalidad equilibrada y rica ».1 Esta tarea primaria de la familia, hemos
recordado, implica para los padres el derecho a que sus hijos no sean obligados
a asistir en la escuela a cursos sobre temas que estén en desacuerdo con las
propias convicciones religiosas y morales. Es, en efecto, labor de la escuela
no sustituir a la familia, sino asistir y completar la obra de los padres,
proporcionando a los niños y jóvenes una estima de la "sexualidad como
valor y función de toda la persona creada, varón y mujer, a imagen de Dios"
Al respecto recordamos cuanto enseña el Santo Padre en la Familiaris
consortio: La Iglesia se opone firmemente a un sistema de información
sexual separado de los principios morales, tan frecuentemente difundido, que no
es sino una introducción a la experiencia del placer y un estímulo para perder
la serenidad, abriendo el camino al vicio desde los años de la inocencia
Es necesario, por tanto, proponer examinar las diversas fases de desarrollo del niño.
Las fases principales del desarrollo del niño
Es importante que los padres tengan siempre en consideración las
exigencias de sus hijos en las diversas fases de su desarrollo. Teniendo en
cuenta que cada uno debe recibir una formación individualizada, los padres han
de adaptar los aspectos de la educación al amor a las necesidades particulares
de cada hijo.
1. Los años de la inocencia
Desde la edad de cinco años aproximadamente hasta la pubertad —cuyo
inicio se coloca en la manifestación de las primeras modificaciones en el
cuerpo del muchacho o de la muchacha (efecto visible de un creciente influjo de
las hormonas sexuales)—, se dice que el niño está en esta fase, descrita en las
palabras de Juan Pablo II, como los años de la inocencia . Período
de tranquilidad y de serenidad que no debe ser turbado por una información
sexual innecesaria. En estos años, antes del evidente desarrollo físico sexual,
es común que los intereses del niño se dirijan a otros aspectos de la vida. Ha
desaparecido la sexualidad instintiva rudimentaria del niño pequeño. Los niños y
las niñas de esta edad no están particularmente interesados en los problemas
sexuales y prefieren frecuentar a los de su mismo sexo. Para no turbar esta
importante fase natural del crecimiento, los padres tendrán presente que una
prudente formación al amor casto ha de ser en este período indirecta, en
preparación a la pubertad, cuando sea necesaria la información directa.
Durante esta fase del desarrollo, el niño se encuentra normalmente
satisfecho del cuerpo y sus funciones. Acepta la necesidad de la modestia en la
manera de vestir y en el comportamiento. Aun siendo consciente de las
diferencias físicas entre ambos sexos, muestra en general poco interés por las
funciones genitales. El descubrimiento de las maravillas de la creación, propio
de esta época, y las respectivas experiencias en casa y en la escuela, deberán
ser orientadas hacia la catequesis y el acercamiento a los sacramentos, que se
realiza en la comunidad eclesial.
Sin embargo, este período de la niñez no está desprovisto de
significado en términos de desarrollo psico-sexual. El niño o la niña que
crece, aprende, del ejemplo de los adultos y de la experiencia familiar, qué
significa ser una mujer o un hombre. Ciertamente no se han de despreciar
las expresiones de ternura natural y de sensibilidad por parte de los niños,
ni, a su vez, excluir a las niñas de actividades físicas vigorosas. Sin
embargo, en algunas sociedades sometidas a presiones ideológicas, los padres
deberán cuidar también de adoptar una actitud de oposición exagerada a lo que
se define comúnmente como estereotipo de las funciones . No se han de
ignorar ni minimizar las efectivas diferencias entre ambos sexos y, en un
ambiente familiar sano, los niños aprenderán que es natural que a estas
diferencias corresponda una cierta diversidad entre las tareas normales
familiares y domésticas respectivamente de los hombres y las mujeres.
Durante esta fase, las niñas desarrollarán en general un interés
materno por los niños pequeños, por la maternidad y por la atención de la casa.
Asumiendo constantemente como modelo la Maternidad de la Santísima Virgen
María, deben ser estimuladas a valorizar la propia feminidad.
Un niño, en esta misma fase, se encuentra en un estadio de
desarrollo relativamente tranquilo. Es de ordinario un período oportuno para
establecer una buena relación con el padre. En este tiempo, ha de aprender que
su masculinidad, aunque sea un don divino, no es signo de superioridad respecto
a las mujeres, sino una llamada de Dios a asumir ciertas tareas y responsabilidades.
Hay que orientar al niño a no ser excesivamente agresivo o estar demasiado
preocupado de la fortaleza física como garantía de la propia virilidad.
Sin embargo, en el contexto de la información moral y sexual,
pueden surgir en esta fase de la niñez algunos problemas. En ciertas
sociedades, existen intentos programados y predeterminados de imponer una
información sexual prematura a los niños. Sin embargo, estos no se
encuentran en condiciones de comprender plenamente el valor de la dimensión
afectiva de la sexualidad. No son capaces de entender y controlar la imagen
sexual en un contexto adecuado de principios morales y, por tanto, de integrar
una información sexual que es prematura, con su responsabilidad moral. Tales
informaciones tienden así a perturbar su desarrollo emocional y educativo y la
serenidad natural de este período de la vida. Los padres han de evitar en modo
delicado pero a la vez firme, los intentos de violar la inocencia de sus hijos,
porque comprometen su desarrollo espiritual, moral y emotivo como personas en
crecimiento y que tienen derecho a tal inocencia.
Una ulterior dificultad aparece cuando los niños reciben una
información sexual prematura por parte de los mass-media o de coetáneos
descarriados o que han recibido una educación sexual precoz. En esta
circunstancia, los padres habrán de comenzar a impartir una información sexual
limitada, normalmente, a corregir la información inmoral errónea o controlar un
lenguaje obsceno.
. No son raras las violencias sexuales con los niños. Los padres
deben proteger a sus hijos, sobre todo educándolos en la modestia y la reserva
ante personas extrañas; además, impartiendo una adecuada información sexual,
sin anticipar detalles y particulares que los podrían turbar o asustar.
Como en los primeros años de vida, también durante la niñez, los
padres han de fomentar en los hijos el espíritu de colaboración, obediencia,
generosidad y abnegación, y favorecer la capacidad de autoreflexión y
sublimación. En efecto, es característico de este período de desarrollo, la
atracción por actividades intelectuales: la potencia intelectual permite
adquirir la fuerza y la capacidad de controlar la realidad circundante y, en un
futuro no lejano, también los instintos del cuerpo, y así transformarlos en
actividad intelectual y racional.
El niño indisciplinado o viciado tiende a una cierta inmadurez y
debilidad moral en el futuro, porque la castidad es difícil de mantener si la
persona desarrolla hábitos egoístas o desordenados y no será entonces capaz de
comportarse con los demás con aprecio y respeto. Los padres deben presentar
modelos objetivos de aquello que es justo o equivocado, creando un contexto
moral seguro para la vida.
2. La pubertad
La pubertad, que constituye la fase inicial de la adolescencia, es un
tiempo en el que los padres han de estar especialmente atentos a la educación
cristiana de los hijos: es el momento del descubrimiento de sí mismos y
del propio mundo interior; el momento de los proyectos generosos, en que brota
el sentimiento del amor, así como los impulsos biológicos de la sexualidad, del
deseo de estar con otros; tiempo de una alegría particularmente intensa,
relacionada con el embriagador descubrimiento de la vida. Pero también es a
menudo la edad de los interrogantes profundos, de las búsquedas angustiosas e
incluso frustrantes, de desconfianza en los demás y del repliegue peligroso
sobre sí mismo; a veces también el tiempo de los primeros fracasos y de las
primeras amarguras .
Los padres deben velar atentamente sobre la evolución de los hijos
y a sus transformaciones físicas y psíquicas, decisivas para la maduración de
la personalidad. Sin manifestar ansia, temor ni preocupación obsesiva, evitarán
que la cobardía o la comodidad bloqueen su intervención. Lógicamente es un
momento importante en la educación a la castidad, que implica, entre otros
aspectos, el modo de informar sobre la sexualidad. En esta fase, la exigencia
educativa se extiende al aspecto de la genitalidad y exige por tanto su
presentación, tanto en el plano de los valores como en el de su realidad
global; implica su comprensión en el contexto de la procreación, el matrimonio
y la familia, que deben estar siempre presentes en una labor auténtica de
educación sexual.
Los padres, partiendo de las transformaciones que las hijas y los
hijos experimentan en su propio cuerpo, deben proporcionarles explicaciones
más detalladas sobre la sexualidad siempre que —contando con una relación
de confianza y amistad— las jóvenes se confíen con su madre y los jóvenes con
el padre. Esta relación de confianza y de amistad se ha de instaurar desde los
primeros años de la vida.
Tarea importante de los padres es acompañar la evolución
fisiológica de las hijas, ayudándoles a acoger con alegría el desarrollo de la
feminidad en sentido corporal, psicológico y espiritual.16 Normalmente se
podrá hablar también de los ciclos de la fertilidad y de su significado; no
será sin embargo necesario, si no es explícitamente solicitado, dar
explicaciones detalladas acerca de la unión sexual.
Es muy importante también que los adolescentes de sexo masculino
reciban ayudas para comprender las etapas del desarrollo físico y fisiológico
de los órganos genitales, antes de obtener esta información de los compañeros
de juego o de personas que no tengan recto criterio y tino. La presentación de
los hechos fisiológicos de la pubertad masculina ha de hacerse en un ambiente
sereno, positivo y reservado, en la perspectiva del matrimonio, la familia y la
paternidad. La instrucción de las adolescentes y de los adolescentes, ha de
comprender una información realista y suficiente de las características
somáticas y psicológicas del otro sexo, hacia el cual se dirige en gran parte
su curiosidad.
En este ámbito, a veces será de gran ayuda para los padres el apoyo
informativo de un médico responsable o de un psicólogo, sin separar nunca tales
informaciones de la referencia a la fe y a la tarea educativa del sacerdote.
A través de un diálogo confiado y abierto, los padres
podrán guiar las hijas no solo a enfrentarse con los momentos de
perplejidad emotiva, sino a penetrar en el valor de la castidad cristiana en la
relación de los sexos. La instrucción de las adolescentes y los adolescentes
debe tender a resaltar la belleza de la maternidad y la maravillosa realidad de
la procreación, así como el profundo significado de la virginidad. Así se les
ayudará a oponerse a la mentalidad hedonista hoy tan difundida y,
particularmente, a evitar, en un período tan decisivo, la mentalidad
contraceptiva por desgracia muy extendida y con la que las hijas habrán
de enfrentarse más tarde, en el matrimonio.
Durante la pubertad, el desarrollo psíquico y emotivo del
adolescente puede hacerlo vulnerable a las fantasías eróticas y ponerle en
la tentación de experiencias sexuales. Los padres han de estar cercanos a los
hijos, corrigiendo la tendencia a utilizar la sexualidad de modo hedonista y
materialista: les harán presente que es un don de Dios, para cooperar con El a realizar a lo largo de la historia la bendición original del Creador,
transmitiendo en la generación la imagen divina de hombre a hombre ; y les
reforzarán en la conciencia de que la fecundidad es el fruto y el signo del
amor conyugal, el testimonio vivo de la entrega plena y recíproca de los
esposos . De esta manera los hijos aprenderán el respeto debido a la mujer.
La labor de la información y de educación de los padres es necesaria no porque
los hijos no deban conocer las realidades sexuales, sino para que las conozcan
en el modo oportuno.
De forma positiva y prudente los padres realizarán cuanto
pidieron los Padres del Concilio Vaticano II: Hay que formar a los jóvenes, a
tiempo y convenientemente, sobre la dignidad, función y ejercicio del amor
conyugal, y esto preferentemente en el seno de la misma familia. Así,
educados en el culto de la castidad, podrán pasar, a la edad conveniente, de un
honesto noviazgo al matrimonio
Esta información positiva sobre la sexualidad será siempre parte de un
proyecto formativo, capaz de crear un contexto cristiano para las oportunas
informaciones sobre la vida y la actividad sexual, sobre la anatomía y la
higiene. Por lo mismo las dimensiones espirituales y morales deberán prevalecer
siempre y tener dos concretas finalidades: la presentación de los mandamientos
de Dios como camino de vida y la formación de una recta conciencia.
Jesús, al joven que lo interroga sobre lo que debe hacer para obtener
la vida eterna, le responde: « si quieres entrar en la vida, guarda los
mandamientos (Mt 19, 17); y después de haber enumerado los que miran
al amor del prójimo, los resume en esta fórmula positiva: ama el prójimo como
a ti mismo (Mt 19, 19). Presentar los mandamientos como don de Dios
(inscritos por el dedo de Dios, cf. Ex 31, 18) y expresión de la Alianza
con El, confirmados por Jesús con su mismo ejemplo, es decisivo para que el
adolescente no los separe de su íntima relación con una vida interiormente rica
y libre de los egoísmos.
La formación de la conciencia exige, como punto de partida,
mostrar el proyecto de amor que Dios tiene por cada persona, el valor positivo
y libertador de la ley moral y la conciencia tanto de la fragilidad introducida
por el pecado como de los medios de la gracia que fortalecen al hombre en su
camino hacia el bien y la salvación.
Presente en lo más íntimo de la persona, la conciencia moral —que
es el núcleo más secreto y el sagrario del hombre , según afirma el Concilio
Vaticano II—, le ordena, en el momento oportuno, practicar el bien y evitar
el mal. Juzga también las elecciones concretas, aprobando las buenas y
denunciando las malas. Atestigua la autoridad de la verdad con referencia al
Bien supremo por el cual la persona humana se siente atraída y cuyos
mandamientos acoge
En efecto, la conciencia moral es un juicio de la razón por el que
la persona humana reconoce la cualidad moral de un acto concreto que piensa
hacer, está haciendo o ha hecho . Por tanto, la formación de la conciencia
requiere luces sobre la verdad y el plan de Dios, pues la conciencia no debe
confundirse con un vago sentimiento subjetivo ni con una opinión personal.
Al responder a las preguntas de sus hijos, los padres deben
dar argumentos bien pensados sobre el gran valor de la castidad, y mostrar la
debilidad intelectual y humana de las teorías que sostienen conductas
permisivas y hedonistas; responderán con claridad, sin dar excesiva importancia
a las problemáticas sexuales patológicas ni producir la falsa impresión de que
la sexualidad es una realidad vergonzosa o sucia, dado que es un gran don de
Dios, que ha puesto en el cuerpo humano la capacidad de engendrar, haciéndonos
partícipes de su poder creador. Tanto en la Escritura (cf. Cant 1-8; Os
2; Jer 3, 1-3; Ez 23, etc.), como en la tradición mística
cristiana se ha visto el amor conyugal como un símbolo y una imagen del amor
de Dios por los hombres.
Ya que durante la pubertad los adolescentes son particularmente
sensibles a las influencias emotivas, los padres deben, a través del
diálogo y de su modo de obrar, ayudar a los hijos a resistir a los influjos
negativos exteriores que podrían inducirles a minusvalorar la formación
cristiana sobre el amor y sobre la castidad. A veces, especialmente en las
sociedades abandonadas a las incitaciones del consumismo, los padres tendrán
que cuidar —sin hacerlo notar demasiado— las relaciones de sus hijos con
adolescentes del otro sexo.
Aunque hayan sido aceptadas socialmente, existen
costumbres en el modo de hablar y vestir que son moralmente incorrectas y
representan una forma de banalizar la sexualidad, reduciéndola a un objeto de
consumo. Los padres deben enseñar a sus hijos el valor de la modestia
cristiana, de la sobriedad en el vestir, de la necesaria independencia respecto
a las modas, característica de un hombre o de una mujer con personalidad
madura.
3. La adolescencia en el proyecto de vida
La adolescencia representa, en el desarrollo del sujeto, el período de la proyección de sí, y por tanto, del descubrimiento de la propia vocación: dicho período tiende a ser hoy —tanto por razones fisiológicas como por motivos socio-culturales— más prolongado en el tiempo que en el pasado. Los padres cristianos deben « formar a los hijos para la vida, de manera que cada uno cumpla en plenitud su cometido, de acuerdo con la vocación recibida de Dios ».25 Se trata de un empeño de suma importancia, que constituye en definitiva la cumbre de su misión de padres. Si esto es siempre importante, lo es de manera particular en este período de la vida de los hijos: « En la vida de cada fiel laico hay momentos particularmente significativos y decisivos para discernir la llamada de Dios ... Entre ellos están los momentos de la adolescencia y de la juventud ».26
99. Es fundamental que los jóvenes no se encuentren solos a la hora de discernir su vocación personal. Son importantes, y a veces decisivos, el consejo de los padres y el apoyo de un sacerdote o de otras personas adecuadamente formadas —en las parroquias, en las asociaciones y en los nuevos y fecundos movimientos eclesiales, etc.— capaces de ayudarlos a descubrir el sentido vocacional de la existencia y las formas concretas de la llamada universal a la santidad, puesto que « el sígueme de Cristo se puede escuchar a través de una diversidad de caminos, por medio de los cuales proceden los discípulos y testigos del Redentor ».27
100. Por siglos, el concepto de vocación había sido reservado exclusivamente al sacerdocio y a la vida religiosa. El Concilio Vaticano II, recordando la enseñanza del Señor —« sed perfectos como perfecto es vuestro Padre celestial » (Mt 5, 48)—, ha renovado la llamada universal a la santidad:28 « esta fuerte invitación a la santidad —escribió poco después Pablo VI— puede ser considerada como el elemento más característico de todo el magisterio conciliar y, por así decirlo, su última finalidad »;29 e insiste Juan Pablo II: « El Concilio Vaticano II ha pronunciado palabras altamente luminosas sobre la vocación universal a la santidad. Se puede decir que precisamente esta llamada ha sido la consigna fundamental confiada a todos los hijos e hijas de la Iglesia, por un Concilio convocado para la renovación evangélica de la vida cristiana.30 Esta consigna no es una simple exhortación moral, sino una insuprimible exigencia del misterio de la Iglesia ».31
Dios llama a la santidad a todos los hombres y, para cada uno de ellos tiene proyectos bien precisos: una vocación personal que cada uno debe reconocer, acoger y desarrollar. A todos los cristianos —sacerdotes y laicos, casados o célibes—, se aplican las palabras del Apóstol de los gentiles: « elegidos de Dios, santos y amados » (Col 3, 12).
101. Es pues necesario que no falte nunca en la catequesis y en la formación impartida dentro y fuera de la familia, no sólo la enseñanza de la Iglesia sobre el valor eminente de la virginidad y del celibato,32 sino también sobre el sentido vocacional del matrimonio, que nunca debe ser considerado por un cristiano sólo como una aventura humana: « Gran misterio es éste, lo digo respecto a Cristo y a la Iglesia », dice san Pablo (Ef 5, 32). Dar a los jóvenes esta firme convicción, trascendental para el bien de la Iglesia y de la humanidad, « depende en gran parte de los padres y de la vida familiar que construyen en la propia casa ».33
102. Los padres deben prepararse para dar, con la propia vida, el ejemplo y el testimonio de la fidelidad a Dios y de la fidelidad de uno al otro en la alianza conyugal. Su ejemplo es particularmente decisivo en la adolescencia, período en el cual los jóvenes buscan modelos de conducta reales y atrayentes. Como en este tiempo los problemas sexuales se tornan con frecuencia más evidentes, los padres han de ayudarles a amar la belleza y la fuerza de la castidad con consejos prudentes, poniendo en evidencia el valor inestimable que, para vivir esta virtud, poseen la oración y la recepción fructuosa de los sacramentos, especialmente la confesión personal. Deben, además, ser capaces de dar a los hijos, según las necesidades, una explicación positiva y serena de los puntos esenciales de la moral cristiana como, por ejemplo, la indisolubilidad del matrimonio y las relaciones entre amor y procreación, así como la inmoralidad de las relaciones prematrimoniales, del aborto, de la contracepción y de la masturbación. Respecto a estas últimas, contrarias al significado de la donación conyugal, conviene recordar además que « las dos dimensiones de la unión conyugal, la unitiva y la procreativa, no pueden separarse artificialmente sin alterar la verdad íntima del mismo acto conyugal ».34 En este punto, será una preciosa ayuda para los padres el conocimiento profundo y meditado de los documentos de la Iglesia que tratan estos problemas.35
103. En particular, la masturbación constituye un desorden grave, ilícito en sí mismo, que no puede ser moralmente justificado, aunque « la inmadurez de la adolescencia, que a veces puede prolongarse más allá de esa edad, el desequilibrio psíquico o el hábito contraído pueden influir sobre la conducta, atenuando el carácter deliberado del acto, y hacer que no haya siempre falta subjetivamente grave ».36 Se debe ayudar a los adolescentes a superar estas manifestaciones de desorden que son frecuentemente expresión de los conflictos internos de la edad y no raramente de una visión egoísta de la sexualidad.
104. Una problemática particular, posible en el proceso de maduración-identificación sexual, es la de la homosexualidad, que, por desgracia, tiende a difundirse en la moderna cultura urbana. Es necesario presentar este fenómeno con equilibrio, a la luz de los documentos de la Iglesia.37 Los jóvenes piden ayuda para distinguir los conceptos de normalidad y anomalía, de culpa subjetiva y de desorden objetivo, evitando juicio de hostilidad, y a la vez clarificando la orientación estructural y complementaria de la sexualidad al matrimonio, a la procreación y a la castidad cristiana. « La homosexualidad designa las relaciones entre hombres o mujeres que experimentan una atracción sexual, exclusiva o predominante, hacia personas del mismo sexo. Reviste formas muy variadas a través de los siglos y las culturas. Su origen psíquico permanece en gran medida inexplicado ».38 Es necesario distinguir entre la tendencia, que puede ser innata, y los actos de homosexualidad que « son intrínsecamente desordenados »39 y contrarios a la ley natural.40
Muchos casos, especialmente si la práctica de actos homosexuales no se ha enraizado, pueden ser resueltos positivamente con una terapia apropiada. En cualquier caso, las personas en estas condiciones deben ser acogidas con respeto, dignidad y delicadeza, evitando toda injusta discriminación. Los padres, por su parte, cuando advierten en sus hijos, en edad infantil o en la adolescencia, alguna manifestación de dicha tendencia o de tales comportamientos, deben buscar la ayuda de personas expertas y calificadas para proporcionarle todo el apoyo posible.
Para la mayoría de las personas con tendencias homosexuales, tal condición constituye una prueba. « Deben ser acogidos con respeto, compasión y delicadeza. Se evitará, respecto a ellos, todo signo de discriminación injusta. Estas personas están llamadas a realizar la voluntad de Dios en su vida, y, si son cristianas, a unir al sacrificio de la cruz del Señor las dificultades que pueden encontrar a causa de su condición ».41 « Las personas homosexuales están llamadas a la castidad ».42
105. La conciencia del significado positivo de la sexualidad, en orden a la armonía y al desarrollo de la persona, como también en relación con la vocación de la persona en la familia, en la sociedad y en la Iglesia, representa siempre el horizonte educativo que hay que proponer en las etapas del desarrollo de la adolescencia. No se debe olvidar que el desorden en el uso del sexo tiende a destruir progresivamente la capacidad de amar de la persona, haciendo del placer —en vez del don sincero de sí— el fin de la sexualidad, y reduciendo a las otras personas a objetos para la propia satisfacción: tal desorden debilita tanto el sentido del verdadero amor entre hombre y mujer —siempre abierto a la vida— como la misma familia, y lleva sucesivamente al desprecio de la vida humana concebida que se considera como un mal que amenaza el placer personal.43 « La banalización de la sexualidad », en efecto, « es uno de los factores principales que están en la raíz del desprecio por la vida naciente: sólo un amor verdadero sabe custodiar la vida ».44
106. Es necesario recordar también que en las sociedades industrializadas los adolescentes están interiormente inquietos, y a veces turbados, no sólo por los problemas de identificación de sí, del descubrimiento del propio proyecto de vida, y de las dificultades para alcanzar una integración madura y bien orientada de la sexualidad, sino también por problemas de aceptación de sí y del propio cuerpo. Surgen incluso ambulatorios y centros especializados para la adolescencia, caracterizados a menudo por intentos puramente hedonistas. Una sana cultura del cuerpo, que lleve a la aceptación de sí como don y como encarnación de un espíritu llamado a la apertura hacia Dios y hacia la sociedad, ha de acompañar la formación en este período altamente constructivo, pero también no desprovisto de riesgos.
Frente a las propuestas de agregación hedonista propuestas especialmente en las sociedades del bienestar, es sumamente importante presentar a los jóvenes los ideales de la solidaridad humana y cristiana y las modalidades concretas de compromiso en las asociaciones y en los movimientos eclesiales y en el voluntariado católico y misionero.
107. Durante este período son muy importantes las amistades. Según las condiciones y los usos sociales del lugar en que se vive, la adolescencia es una época en que los jóvenes gozan de más autonomía en las relaciones con los otros y en los horarios de la vida de familia. Sin privarles de la justa autonomía, los padres han de saber decir que no a los hijos cuando sea necesario45 y al mismo tiempo, cultivar el gusto de sus hijos por todo lo que es bello, noble y verdadero. Deben ser también sensibles a la autoestima del adolescente, que puede atravesar una fase de confusión y de menor claridad sobre el sentido de la dignidad personal y sus exigencias.
108. A través de los consejos, que brotan del amor y de la paciencia, los padres ayudarán a los jóvenes a alejarse de un excesivo encerramiento en sí mismos y les enseñarán —cuando sea necesario— a caminar en contra de los usos sociales que tienden a sofocar el verdadero amor y el aprecio por las realidades del espíritu: « sed sobrios y velad. Vuestro adversario, el diablo, ronda como león rugiente, buscando a quien devorar. Resistidle firmes en la fe, sabiendo que vuestros hermanos que están en el mundo soportan los mismos sufrimientos. El Dios de toda gracia, el que os ha llamado a su eterna gloria en Cristo, después de breves sufrimientos, os restablecerá, afianzará, robustecerá y os consolidará » (1 Pt 5, 8-10).
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110. Los padres, manteniendo un diálogo confiado y capaz de promover el sentido de responsabilidad en el respeto de su legítima y necesaria autonomía, constituirán siempre un punto de referencia para los hijos, con el consejo y con el ejemplo, a fin de que el proceso de socialización les permita conseguir una personalidad madura y plena interior y socialmente. En modo particular, se deberá tener cuidado que los hijos no disminuyan, antes intensifiquen, la relación de fe con la Iglesia y con las actividades eclesiales; que sepan escoger maestros del saber y de la vida para su futuro; y que sean capaces de comprometerse en el campo cultural y social como cristianos, sin temor a profesarse como tales y sin perder el sentido y la búsqueda de la propia vocación.
En el período que lleva al noviazgo y a la elección de aquel afecto preferencial que puede conducir a la formación de una familia, el papel de los padres no deberá limitarse a simples prohibiciones y mucho menos a imponer la elección del novio o de la novia; deberán, sobre todo, ayudar a los hijos a discernir aquellas condiciones necesarias para que nazca un vínculo serio, honesto y prometedor, y les apoyarán en el camino de un claro testimonio de coherencia cristiana en la relación con la persona del otro sexo.
111. Se deberá evitar la difusa mentalidad según la cual se deben hacer a las hijas todas las recomendaciones en tema de virtud y sobre el valor de la virginidad, mientras no sería necesario a los hijos, como si para ellos todo fuera lícito.
Para una conciencia cristiana y para una visión del matrimonio y de la familia, y de cualquier vocación, conserva todo su vigor la recomendación de San Pablo a los Filipenses: « cuanto hay de verdadero, de noble, de justo, de puro, de amable, de honorable, todo cuanto sea virtud y cosa digna de elogio, todo eso ocupe nuestra atención » (Flp 4, 8).
Cuatro principios sobre la información respecto a la sexualidad
65. 1. Todo niño es una persona única e irrepetible y debe recibir una formación individualizada. Puesto que los padres conocen, comprenden y aman a cada uno de sus hijos en su irrepetibilidad, cuentan con la mejor posición para decidir el momento oportuno de dar las distintas informaciones, según el respectivo crecimiento físico y espiritual. Nadie debe privar a los padres, conscientes de su misión, de esta capacidad de discernimiento.5
66. El proceso de madurez de cada niño como persona es distinto, por lo cual los aspectos tanto biológicos como afectivos, que tocan más de cerca su intimidad, deben serles comunicados a través de un diálogo personalizado.6 En el diálogo con cada hijo, hecho con amor y con confianza, los padres comunican algo del propio don de sí, y están en condición de testimoniar aspectos de la dimensión afectiva de la sexualidad no transmisibles de otra manera.
67. La experiencia demuestra que este diálogo se realiza mejor cuando el progenitor, que comunica las informaciones biológicas, afectivas, morales y espirituales, es del mismo sexo del niño o del joven. Conscientes de su papel, de las emociones y de los problemas del propio sexo, las madres tienen una sintonía especial con las hijas y los padres con los hijos. Es necesario respetar ese nexo natural; por esto, el padre que se encuentre sólo, deberá comportarse con gran sensibilidad cuando hable con un hijo de sexo diverso, y podrá permitir que los aspectos más íntimos sean comunicados por una persona de confianza del sexo del niño. Para esta colaboración de carácter subsidiario, los padres podrán valerse de educadores expertos y bien formados en el ámbito de la comunidad escolar, parroquial o de las asociaciones católicas.
68. 2. La dimensión moral debe formar parte siempre de las explicaciones. Los padres podrán poner de relieve que los cristianos están llamados a vivir el don de la sexualidad según el plan de Dios que es Amor, en el contexto del matrimonio o de la virginidad consagrada o también en el celibato.7 Se ha de insistir en el valor positivo de la castidad y en la capacidad de generar verdadero amor hacia las personas: este es su más radical e importante aspecto moral; sólo quien sabe ser casto, sabrá amar en el matrimonio o en la virginidad.
69. Desde la más tierna edad, los padres pueden observar inicios de una actividad genital instintiva en el niño. No se debe considerar como represivo el hecho de corregir delicadamente estos hábitos que podrían llegar a ser pecaminosos más tarde, y enseñar la modestia, siempre que sea necesario, a medida que el niño crece. Es importante que el juicio de rechazo moral de ciertos comportamientos, contrarios a la dignidad de la persona y a la castidad, sea justificado con motivaciones adecuadas, válidas y convincentes tanto en el plano racional como en el de la fe, y en un cuadro positivo y de alto concepto de la dignidad personal. Muchas amonestaciones de los padres son simples reproches o recomendaciones que los hijos perciben como fruto del miedo a ciertas consecuencias sociales o de pública reputación, más que de un amor atento a su verdadero bien. « Os exhorto a corregir con todo empeño los vicios y las pasiones que en cada edad os acometen. Porque si en cualquier época de nuestra vida navegamos despreciando los valores de la virtud y sufriendo de esta manera constantes naufragios, tenemos el riesgo de llegar al puerto vacíos de toda carga espiritual »
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70. 3. La educación a la castidad y las oportunas informaciones sobre la sexualidad deben ser ofrecidas en el más amplio contexto de la educación al amor. No es suficiente comunicar informaciones sobre el sexo junto a principios morales objetivos. Es necesaria la constante ayuda para el crecimiento en la vida espiritual de los hijos, para que su desarrollo biológico y las pulsiones que comienzan a experimentar se encuentren siempre acompañadas por un creciente amor a Dios Creador y Redentor y por una siempre más grande conciencia de la dignidad de toda persona humana y de su cuerpo. A la luz del misterio de Cristo y de la Iglesia, los padres pueden ilustrar los valores positivos de la sexualidad humana en el contexto de la nativa vocación de la persona al amor y de la llamada universal a la santidad.
71. En los coloquios con los hijos, no deben faltar nunca los consejos idóneos para crecer en el amor de Dios y del prójimo y para superar las dificultades: « disciplina de los sentidos y de la mente, prudencia atenta para evitar las ocasiones de caídas, guarda del pudor, moderación en las diversiones, ocupación sana, recurso frecuente a la oración y a los sacramentos de la Penitencia y de la Eucaristía. Los jóvenes, sobre todo, deben empeñarse en fomentar su devoción a la Inmaculada Madre de Dios ».9
72. Para educar a los hijos a valorar los ambientes que frecuentan con sentido crítico y verdadera autonomía, y habituarlos a un uso independiente de los mass-media, los padres han de presentar siempre modelos positivos y los medios adecuados para que empleen sus energías vitales, el sentido de la amistad y de solidaridad en el vasto campo de la sociedad y de la Iglesia.
En presencia de tendencias y de comportamientos desviados, para los cuales se precisa gran prudencia y cautela en distinguir y evaluar las situaciones, recurrirán también a especialistas de segura formación científica y moral para identificar las causas más allá de los síntomas, y ayudar a las personas con seriedad y claridad a superar las dificultades. La acción pedagógica ha de orientarse más sobre las causas que sobre la represión directa del fenómeno,10 procurando también —si fuera necesario— la ayuda de personas cualificadas como médicos, pedagogos, psicólogos de recto sentir cristiano.
73. Uno de los objetivos de los padres en su labor educativa es transmitir a los hijos la convicción de que la castidad en el propio estado es posible y genera alegría. La alegría brota de la conciencia de una madurez y armonía de la propia vida afectiva, que, siendo don de Dios y don de amor, permite realizar el don de sí en el ámbito de la propia vocación. El hombre, en efecto, única criatura sobre la tierra querida por Dios por sí misma, « no puede encontrar su propia plenitud si no es en la entrega sincera de sí mismo a los demás ».11 « Cristo ha dado leyes comunes para todos... No te prohíbo casarte, ni me opongo a que te diviertas. Sólo quiero que tu lo hagas con templanza, sin obscenidad, sin culpas y pecados. No pongo como ley que huyáis a los montes y a los desiertos, sino que seáis valientes, buenos, modestos y castos viviendo en medio de las ciudades ».12
74. La ayuda de Dios no falta nunca si se pone el empeño necesario para corresponder a la gracia de Dios. Ayudando, formando y respetando la conciencia de los hijos, los padres deben procurar que frecuenten conscientemente los sacramentos, yendo por delante con su ejemplo. Si los niños y los jóvenes experimentan los efectos de la gracia y de la misericordia de Dios en los sacramentos, serán capaces de vivir bien la castidad como don de Dios, para su gloria y para amarlo a El y a los demás hombres. Una ayuda necesaria y sobrenaturalmente eficaz es frecuentar el Sacramento de la reconciliación, especialmente si se puede contar con un confesor fijo. La guía o dirección espiritual, aunque no coincide necesariamente con el papel del confesor, es ayuda preciosa para la iluminación progresiva de las etapas de maduración y para el apoyo moral.
Son muy útiles las lecturas de libros de formación elegidos y aconsejados para ofrecer una formación más amplia y profunda, y proponer ejemplos y testimonios en el camino de la virtud.
75. Una vez identificados los objetivos de la información, es necesario precisar los tiempos y las modalidades comenzando desde la edad de la adolescencia.
4. Los padres deben dar una información con extrema delicadeza, pero en forma clara y en el tiempo oportuno. Ellos saben bien que los hijos deben ser tratados de manera personalizada, de acuerdo con las condiciones personales de su desarrollo fisiológico y psíquico, teniendo debidamente en cuenta también el ambiente cultural y la experiencia que el adolescente realiza en su vida cotidiana. Para valorar lo que se debe decir a cada uno, es muy importante que los padres pidan ante todo luces al Señor en la oración y hablen entre sí, para que sus palabras no sean ni demasiado explícitas ni demasiado vagas. Dar muchos detalles a los niños es contraproducente, pero retardar excesivamente las primeras informaciones es imprudente, porque toda persona humana tiene una natural curiosidad al respecto y antes o después se interroga, sobre todo en una cultura donde se ve demasiado también por la calle.
76. En general, las primeras informaciones acerca del sexo que se han de dar a un niño pequeño, no miran la sexualidad genital, sino el embarazo y el nacimiento de un hermano o de una hermana. La curiosidad natural del niño se estimula, por ejemplo, cuando observa en la madre los signos del embarazo y que vive en la espera de un niño. Los padres deben aprovechar esta gozosa experiencia para comunicar algunos hechos sencillos relativos al embarazo, siempre en el contexto más profundo de la maravilla de la obra creadora de Dios, que ha dispuesto que la nueva vida por El donada se custodie en el cuerpo de la madre cerca de su corazón.
En la cuarta parte veremos los "valores " implantados por la sociedad que en realidad son anti valores
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